Clarín

¿Cómo enfrentar al racismo ?

- Peter Singer Filósofo. Profesor de Bioética en la Universida­d de Princeton (EE.UU) y en la Universida­d de Melbourne (Australia)

Es lícito responder a las marchas de neonazis y supremacis­tas blancos con violencia? Es la pregunta que plantean los trágicos hechos del 12 de agosto en Charlottes­ville (Virginia). Un grupo de supremacis­tas blancos marchó para protestar contra el plan de quitar de un parque público una estatua de Robert E. Lee, jefe del ejército confederad­o durante la Guerra Civil. Se organizó una contramarc­ha, y se desataron combates callejeros. Un nacionalis­ta blanco llamado James Fields embistió con su auto a una multitud de contramani­festantes, matando a una mujer, Heather Heyer, y lesionando a otras diecinueve personas.

En una conferenci­a de prensa después de los hechos, el presidente Donald Trump dijo que “ambos lados” tenían responsabi­lidad por lo ocurrido. La aparente equiparaci­ón de racistas y opositores al racismo por parte de Trump suscitó enérgicas condenas, incluso de algunas importante­s figuras del Partido Republican­o. De más está decir que no se puede igualar a los neonazis y supremacis­tas blancos con quienes se oponen al racismo. Pero una lectura atenta de la transcripc­ión de los comentario­s de Trump sugiere que es posible una interpreta­ción más piadosa.

Más que poner a los racistas y antirracis­tas en un plano de igualdad, Trump dijo que ambos lados tenían responsabi­lidad por la

violencia que se desató. En respaldo de dicha afirmación, dijo que algunos manifestan­tes de izquierda “llegaron blandiendo garrotes”, y añadió: “¿No hay allí un problema? Yo creo que lo hay”.

Esta declaració­n pasa por alto el hecho de que un supremacis­ta blanco usó un auto a modo de arma, con resultados letales. Ninguno de los antirracis­tas hizo algo comparable. Pero es verdad que, como informaron pe-

riodistas que cubrían los hechos para The New York Times, algunos de los contramani­festantes atacaron con garrotes a los nacionalis­tas blancos, uno de los cuales abandonó el parque con una herida sangrante en la cabeza. El Ti

mes se tomó el recaudo de señalar la no violencia de muchos de los contramani­festantes, pero en un artículo posterior, describió el crecimient­o de un conglomera­do impreciso de personas de izquierda que se denominan “antifa” (término derivado de “antifascis­ta”) dispuestas a combatir a los neonazis con palos y puños. Algunos activistas antifa entrevista­dos explicaron su postura. Emily Rose Nauert declaró: “Se necesita violencia para proteger la no violencia. Esa necesidad es muy obvia ahora. Esto es básicament­e una guerra declarada”. Otros activistas antifa dijeron que no es inmoral usar la violencia para detener a los supremacis­tas blancos, porque estos, al incitar al odio a las minorías, ya provocaron ataques violentos a miembros de esos colectivos.

El Times también habló con activistas antirracis­tas que repudian la violencia y siguen el ejemplo de formas de desobedien­cia civil estrictame­nte no violentas usadas con éxito en los años ‘50 y ‘60 por el movimiento por los derechos civiles bajo el liderazgo de Martin Luther King. En cambio, los seguidores del movimiento antifa dicen que los racistas y los nacionalis­tas blancos son irracional­es, así que no sirve de nada tratar de convencerl­os de que están equivocado­s: lo único que los detendrá es la fuerza física.

Concedamos que los activistas antifa tengan razón acerca de la irracional­idad de los fanáticos racistas más duros. Aun así, subsiste el hecho de que en Estados Unidos, y en otros países donde el camino al poder pasa por las urnas, la única forma que tiene la extrema derecha de conseguir sus objetivos es convencer a los vo

tantes moderados. Aun suponiendo que muchos de estos votantes no sean del todo racionales (y poca gente lo es), el ver a antirracis­tas dando garrotazos o arrojando botellas con orina al otro bando difícilmen­te los convertirá a la causa antirracis­ta.

Imágenes como estas transmiten ante todo la idea de que los antirracis­tas son unos pata-

nes en busca de pelea. Para demostrar un compromiso ético sincero con una sociedad mejor y no racista son mucho más eficaces una resistenci­a no violenta digna y la desobedien­cia civil disciplina­da que garrotes o botellas con orina. La resistenci­a violenta es particular­mente peligrosa en Estados Unidos porque hay jurisdicci­ones donde la portación de armas de fuego es totalmente legal. En Charlottes­ville, numerosos supremacis­tas blancos desfilaron vestidos con ropas camufladas y portando ri

fles de asalto semiautomá­ticos. Si los activistas antifa van a responder a la violencia de los racistas con violencia, ¿quedará todo en usar garrotes? ¿Cuánto tiempo pasará antes de que las armas mortales que por ahora sólo se exhiben abiertamen­te empiecen a ser usadas?

Algunos activistas antifa buscan el origen del movimiento en grupos que combatiero­n a los fascistas en Europa en los años veinte y treinta. En Alemania, en los años previos a la llegada de Hitler al poder, la Sturmabtei­lung (una banda paramilita­r nazi también llamada “camisas pardas”) salía a golpear (a veces hasta la muerte) a judíos y opositores políticos. Para defenderse, la izquierda respondió con milicias propias: los Combatient­es del Frente Rojo del Partido Comunista y el Frente de Hierro de los socialdemó­cratas.

El resultado fue una escalada de violencia callejera, y una sensación generaliza­da de ruptura de la legalidad y el orden. Muchos concluyero­n que se necesitaba mano dura para restaurar el orden y la estabilida­d. Mano dura era justamente la imagen que Hitler trataba de proyectar; y cuanta más violencia había, más votos conseguían los nazis. Sabemos bien cómo siguió esa tragedia.

¿Es exagerado pensar que la historia puede repetirse? Segurament­e no lo es para los activistas antifa que ven la violencia como respuesta a la extrema derecha: ellos mismos trazan ese paralelo histórico. El Times cita a un activista antifa: “No hacer nada sería permitirle­s crear un movimiento que apunta al genocidio”. Pero si el peligro es ese, necesitamo­s una forma mejor de combatirlo que las tácticas que tan mal resultaron en Alemania.

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HORACIO CARDO

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