Clarín

El sabor único del fútbol entre padres e hijos

- Pablo Calvo pcalvo@clarin.com

Me encanta el fútbol por lo que pasa a su alrededor. El humito de las hamburgues­as, las 100 pelotas que le llovieron al Pulga Rodríguez cuando conquistó su gol número 100, los abrazos de Wilson Severino en su despedida, el préstamo de camisetas de los jugadores de Atlético Tucumán a los de la Selección juvenil, los caños de Fernando Belluschi, los vientos que desata el Gordo Ventilador, la cons- trucción de nuevas canchas en La Plata, Uruguay y Madrid, las tres pelotas que mandó a exhibir el Papa Francisco en una vitrina de los Museos Vaticanos, los relatos inspirados de las radios, los goles que se hacen a los 17 segundos, los perros que entran en medio del partido, los camilleros que tropiezan con el lesionado abordo, los técnicos expulsados que dan instruccio­nes desde la tribuna, los chicos que van por primera vez, los festejos con desconocid­os, las puteadas ocurrentes, los porrazos de los árbitros, los tiros libres pateados por arqueros, las atajadas al ángulo, las salvadas en la línea, los rebotes como en el flipper, los goles en el descuento, las hazañas de los débiles, los penales picados del Loco Abreu, los debuts en primera de pibes que están en la secundaria, los homenajes a las viejas glorias, los cuentos geniales de Osvaldo Soriano, los análisis de Dante Panzeri, las narracione­s de Ariel Scher.

Todo eso me encanta, quería decirlo ahora que empieza un nuevo campeonato, pero el otro día jugué un partido con mi hijo en medio de un barrial, rodeados de amigos. Yo panzón y él con agilidad de adolescent­e. Quedamos enchastrad­os de pies a cabeza, pero eso sí que fue tocar el cielo con las manos.

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