El misterio de esas cosas que tanto queremos
Es una casita con techo a dos aguas de tejas coloradas, con una ventana con cortinas primorosas que esconden, más que guardan, los secretos domésticos. Mide unos doce centíme- tros de alto, está hecha con un material basto que ni con todo su amor roza la cerámica, con su puerta abierta y una chimenea ahora inútil. Por la puerta abierta se colocaba el cigarrillo en descanso, por la chimenea salía el humo trenzado y azul del fumador. El cenicero perteneció a mi padre y es hoy uno de mis objetos más queridos y mejor conservados. Soportó y resistió a lo largo de más de setenta años, mudanzas, derrapes y patinadas, olvidos y rescates; eso que, con cierto decoro, llamamos las vueltas de la vida.
Es uno de los objetos que más quiero, que no son muchos, entre los que sobreviven un adoquín porteño y una baya de avellano que alcé de Santa Ágata, la casa de Giuseppe Verdi vecina a Parma. Los objetos que rodean la intimidad son una pasión acaso indefinida. Su sola presencia hace aflorar sentimientos ocultos, extraviados en el fárrago del vértigo. Incluso han escrito ya su propia historia, han hecho su propio camino. Tanto, que ya terminamos por no saber si de verdad son nuestros, o si ya nos hicieron suyos y de alguna forma moldean los nutridos recuerdos del pasado y las escasas certezas del futuro. ¿Cuáles son nuestros objetos íntimos ¿Qué hacer con ellos si es cierto que estamos hechos de ellos? Perdurarán acaso para sumarse a las pequeñas cosas que dejemos en consignación eterna y que acaso no alcancen nunca la entrañable jerarquía de la casita. El resto es misterio, que los objetos también tienen los suyos.