Penas muy intensas y una carta que cambió su vida
Dos veces se emocionará a lo largo de la entrevista. Habrá lágrimas cuando hable de su padre, y también al evocar a su hermano. Y es que no la tuvo fácil Graciela Ocaña: su madre murió cuando ella tenía cinco años, dando a luz a ese hermano que, a pesar de su pelea y sus ganas, no pudo contra el cáncer y la dejó, el anteaño pasado, fraternalmente huérfana. A la primera orfandad, la materna, siguió el alejamiento de su progenitor. Con la voz quebrada dirá hoy, en el despacho de la Legislatura porteña que ocupa desde 2013, “mi papá no pudo soportar la muerte
de mi mamá y nos dejó. No vino a vernos por varios años. Después volvió, pero yo estaba enojada con él, con el mundo, con Dios, con todos. Cuando murió mi abuela me analicé muchos años y el análisis me sirvió, pudimos retomar, y eso también a mí me ayudó a superar una etapa, porque eso de estar enojados no sirve”. Y tanto no sirve que incluso agregará, hablándole ¿a la vida? “me quitaron a mi madre pero soy una agradecida, porque tuve a mis abuelos”. Después de haber criado a ocho hijos, María y Eduardo, inmigrantes, se dedicaron a educar a su nieta. La tía Ema se hizo cargo del varón. “Eramos muy humildes. Mi abuela era analfabeta; mi abuelo, jardinero. Teníamos el amor, el afecto...”. A
la primaria en el colegio de monjas “que mamá hubiera querido, los esfuerzos que hacían para pagar esa cuota”, siguió el Normal de San Justo, con una beca de la municipalidad y ciertos devaneos, caseros, con el periodismo. “En mi casa se compraban diarios y yo jugaba a leerlos como periodista. Era la época de Mónica y César”, evocará, mate en mano. Después de cursar unas materias de Derecho, trabajando para mantenerse, “con mi abuela enferma y abuelito ya fallecido, en un momento de mucha crisis personal” la vocación se impuso: junto con la carrera, Ciencia Política, llegó también cierta distensión que no había habido previamente, bailes, recitales, y, autoexigente, el título en cuatro años y medio.
De perfil bajísimo siempre, su arribo a la política fue, casi, producto del azar. “Le escribí una carta a Chacho Alvarez, porque era un dirigente que me gustaba; ingresando con el menemismo, al poco tiempo denunció la corrupción”. Para su sorpresa, Chacho le respondió y ella, que trabajaba por entonces en comercio exterior en el sector privado, empezó a colaborar ad honorem con él. Al armar las listas de diputados del Frepaso, en el 99, quedó 18: la necesidad de cumplir con el cupo femenino la dejó en el 16. Así entró a la Cámara, y a su nueva profesión. Un poco antes había llegado a su vida Juan Amado, psicólogo, hoy jubilado, con quien se casó en 2011. Excelente cocinero, “muy compañero”, y estudiante de saxo -“se lo regalé cuando cumplió 70”-, con él disfruta escuchar música en casa, con las caniches Mimí y Caty y practicar, cuando puede, tai chi en Parque Rivadavia: “Me despeja, me reenfoca”, explica, mientras se lamenta por los 3 kilos que ganó en la campaña. ¿Fue una decisión no tener hijos?, se le pregunta. “Una decisión personal, soy medio obsesiva y lo que hago lo hago con mucha pasión, o una asignatura pendiente, nunca pude quizás resolver parte de mi historia”. Al explicar el apodo de “hormiguita” con que se la reconoce, dirá: “Me lo puso Lilita cuando estábamos en la Comisión de Lavado. Decía ‘venís con las pruebitas’; le hacía acordar, en el Chaco, a las hormigas que ella veía trabajando”. Y las que, en su ámbito, según los expertos, “protegen a la comunidad”.