Historias mínimas: los marinos del Graf Spee que se fugaron para casarse
Varios fueron los destinos argentinos donde se internaron, en 1939, los 1.055 tripulantes del acorazado Admiral Graf Spee. Y es una historia de película: el crucero llegó al Atlántico Sur (al servicio de la Alemania nazi) antes de que estallara la Guerra, para interceptar barcos ingleses. Pero en diciembre de 1939 un desperfecto obligó a su tripulación a recalar en Montevideo, Uruguay. Muchos recuerdan el espectacular hundimiento del barco, al que lo llevó su comandante, Hans Langsdorff. Y varios dicen que, antes de suicidarse, negoció la internación de los marinos en la Argentina.
En el archivo de Cancillería se pueden ver las listas de los tripulantes, sus fichas técnicas con foto de época y seguir el hilo de varias “historias mínimas”. Pero en estas carpetas, aunque un expediente entero testimonie la preocupación del Gobierno por tratar “bien” a los internados (están transcriptas las 44 hojas de la “Convención relativa al tratamiento de los pri- sioneros de guerra”), no hay indicaciones sobre el rumbo que debía adoptar, por ejemplo, su vida amorosa. Así que varios tuvieron relaciones -y también hijos- con argentinas. Muchos se casaron siendo internados y otros huyeron para hacerlo, lo que provocó desconcierto en las autoridades, que con buen protocolo consultaban a sus superiores qué hacer.
No faltan cartas de las esposas (y hasta de las suegras) suplicando la liberación de los hombres. O una nota que revela la inquietud del Teniente Coronel Cossavella (jefe de internados), que releva la lista de “fugados para casarse”, y sugiere: “… me permito proponer al (...) Ministro se autorice a residir fuera del campamento a los 29 internados (...) hombres que al haber formado su hogar y tener descendencia en el país, contribuirán a su engrandecimiento (...) se ven en la necesidad de estar alejados de sus esposas, muchas de las cuales son enfermas (mentales, nerviosas, etc.), a raíz de los momentos difíciles y de incertidumbre en que viven...” largos anaqueles, también metálicos, dentro de un archivo silencioso y ordenado. Los tubos de luz blanca suman frialdad, pero no corrompen el tono sepia del todo.
Alba y Laura se mueven con soltura por los pasillos. Son jóvenes y alegres. Es raro verlas en esta tarea solitaria, con sus guardapolvos azules y la infaltable bufanda de todo empleado que transita los grandes edificios de la gestión pública argentina con calefacción escamoteada. Saben que el arduo trabajo de digitalización que emprendieron le dio una lavada de cara inédita y mayor accesibilidad a esta colección documental.
Para verla, para consultarla (en versión digital o en papel), hay que ir al puerto de Buenos Aires, a una laberíntica sección del “puerto nuevo”, con sus gendarmes, camiones y calles sin nombre. El edificio es marrón, de los años 50. La pesada puerta giratoria, como si fuera un banco, desentona. En realidad este edificio pertenece al Archivo de la Contaduría Nacional, pero el Ministerio de Economía se lo prestó a Cancillería para guardar sus papeles. Y es una de las pocas construcciones del país diseñada con fines archivísticos.
Las carátulas dicen “Guerra europea”. Arriba, “Ministerio de Relaciones Exteriores y Culto”. En su momento, muchas de estas páginas fueron “secretas”, con información cla- sificada. Dicen “telegrama cifrado” o “confidencial muy reservado”, con un sello de la “Oficina de clave”, por donde pasó el documento.
Además de comunicados, telegramas y notificaciones (sobresalen las de las “listas negras” de ciudadanos y firmas empresarias identificadas con los países del Eje) se ven cartas mecanografiadas o manuscritas de ciudadanos comunes y de funcionarios de alto rango.
También proliferan los recortes de diarios. Como es propio de esta cartera, los diplomáticos en el exterior se preocupan por informarle al canciller de turno aquello que les parece importante. También lo que les parece menor pero que al ministro le puede interesar. Ante la duda, simplemente comunican.
Ahí están las pilas de viejos expedientes y uno se pregunta por qué conservar tanto papelerío, cuando algunos documentos parecen irrelevantes. Laura explica que “para su labor diaria, el ministerio de Relaciones Exteriores necesita sus propios antecedentes, por ejemplo, documentación sobre los límites territoriales o sobre las misiones en el exterior”. Y Alba suma un aspecto clave: históricamente, el archivo de Cancillería se mantuvo separado del Archivo General de la Nación, acaso por la premisa de conservar “alguna privacidad” en sus asuntos.
Por eso no faltan las perlitas. Un ejemplo viene bien para recrear algunos escenarios. Estamos en 1943, pero ya desde 1941 Estados Unidos enviaba telegramas con pedidos (y respetuosas sugerencias...) a la Argentina, a fin de redireccionar la posición del país hacia el bando aliado.
En este marco, una serie de escritos da cuenta de la preocupación estadounidense por que no se dé asilo a criminales de guerra. La Argentina responde con una larga explicación, y distingue delitos “comunes” de “políticos”: el asilo sólo se contempla para los segundos. El texto finaliza con firmeza: “... este gobierno no podrá declinar el ejercicio de las facultades que le corresponden para para decidir en cada situación particular”.
Sobre este tema puede leerse no sólo el ida y vuelta de telegramas sino las repercusiones de los diarios internacionales (recortes que llegan a Buenos Aires desde las embajadas), en especial de los países que en 1943 ya se habían aliado y que rápidamente salieron al cruce de la “Argentina neutral”. Así, una nota del diario El Tiempo, de Colombia, titula que “Argentina no acepta la tesis aliada sobre derecho de asilo”. En el Excelsior, de México, se asegura que “La Argentina sigue en sus trece”, con una bajada aclaratoria: “Considerará cada caso de asilo individualmente”. Dos días des-