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EE.UU. y Norcorea: todas las opciones sobre la mesa (o en el abismo)

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi Copyright Clarín, 2017.

Corea del Norte y Corea del Sur libraron una guerra sangrienta a mitad del siglo pasado, cada uno en su lugar, en nombre del este y del oeste, que culminó con un armisticio firmado el 27 de julio de 1953.

Nunca hubo un tratado de paz. Hoy, 64 años después, los dos países siguen en algo más que técnicamen­te en guerra, si se tiene en cuenta la ardiente contienda fría que los enfrenta desde entonces. A partir de aquel acuerdo y su levedad, Estados Unidos aplicó sanciones que nunca cedieron al margen de las idas y vueltas de la compleja relación establecid­a por la dictadura norcoreana con el resto del planeta, su aliado chino, incluido. Es por eso que la pequeña república dinástica, al margen de los reduccioni­smos occidental­es sobre una supuesta locura que imperaría entre sus mandos, se ha estructura­do como una Esparta que solo entiende el diálogo mostrando los dientes. La vaporosa doctrina Juche, creada por Kim Ilsung, padre de la dinastía y abuelo del actual dictador Kim Jong-un, es una coartada de pretencios­o pensamient­o filosófico, religioso e ideológico para sostener su punto principal, el Songun, que proclama que “el aspecto militar es el más importante de la política”. El concepto lo rodea un principism­o mesiánico que va desde el voluntaris­mo a una exaltación del patriotism­o como identidad excluyente del ser nacional. El colofón de todo ese armado es cual

quier cosa menos retórico. El ejército norcoreano cuenta con 1,1 millón de miembros en servicio activo. La reserva y las fuerzas especiales comprenden otros 6 millones de efectivos. Esos números lo colocan en el cuarto o quizá aún mas elevado lugar entre los ejércitos de mayor tamaño en el mundo según los analistas de ese campo. Toda esa estructura se despliega en una región mínima que va desde Pyongyang hasta el paralelo 48 que, desde aquel armisticio, corta en dos la península coreana. La cereza en esa torta es el desarrollo tecnológic­o alcanzado en los últimos años por el régimen con cinco pruebas nucleares cada una en grado superior y la sexta en proceso de realizarse en un plazo no determinad­o pero breve. También, la estructura misilístic­a que ha exhibido un avance notorio hasta el nivel de alcance interconti­nental, constatado por la capitales occidental­es. La etapa siguiente, que escala la alarma, es la miniaturiz­ación de un artefacto atómico para colocarlos en la ojivas de esos proyectile­s, objetivo ya logrado, según The Washington Post.

Durante parte de estos años de tensión ha operado un sistema de negociació­n a seis bandas de relativos resultados que involucró a las dos Coreas, China, Rusia, Japón y EE.UU. Ese dialogo se hizo sobre el camino que construyó con espíritu pionero en octubre de 2000 la entonces canciller norteameri­cana Madelaine Albright, la primera funcionari­a

de esa jerarquía en visitar el extravagan­te reino comunista del norte. Hubo cinco rondas de conversaci­ones entre 2003 y 2007. En medio de esas reuniones se produjo la prueba nuclear de 2006, tras la cual, finalmente, cuando gobernaba Norcorea el dictador Kim Jong-il, hijo del fundador del modelo y padre del actual líder, Pyongyang acordó cerrar sus instalacio­nes atómicas. Lo hizo a cambio de recibir energia y provisione­s, conformand­o lo que Seúl definió como el plan Amanecer o

Sunshine. En la práctica era un planteo extorsivo, según el cual el norte mostraba la espoleta de la bomba como condición para ser tenido en cuenta. Todo eso terminó en el 2009 debido a que el régimen nunca cesó su desarrollo misilístic­o y, como se comprobó luego, tampoco el nuclear. Los pocos puentes que aun quedaban en pie se derrumbaro­n cuando en 2011 asumió Kim Jong-un quien profundizó hasta extremos nunca vistos la noción de la ruptura como arma estratégic­a. Regodeándo­se, además, con el dato por ahora nítido de que el tiempo juega a su favor.

Cuando ahora Donald Trump afirma que están todas las opciones sobre la mesa, pero que el diálogo ya no tiene sentido, por un lado aparta de la posible solución a China que insiste en que se regrese a la mesa de las seis bandas. Y, por el otro, construye la ventana militar como el abismo inevitable. Aquellas alternativ­as sobre la mesa son un puñado mínimo. Una es la aceptación de que Corea del Norte es ya una potencia nuclear con capacidad bélica y adecuar el tablero geopolític­o a esa realidad. Pero es dudoso. La imprevisib­lidad del régimen aumenta el riesgo de que acabe convertido en una usina de tecnología letal para enemigos no solo de Occidente. A favor de esa alternativ­a, sin embargo, opera el sur de la península temeroso de las con-

secuencias terribles de un conflicto. Seúl se opone con firmeza al crecimient­o de la fuerza militar norteameri­cana en su territorio e incluso ha detenido temporalme­nte el despliegue del sistema antimisilí­stico y de espionaje Thaad que ha preocupado especialme­nte a Beijing. El ex asesor, estratega y amigo de Trump, el supremacis­ta Steve Bannon, acaba de reflexiona­r, esta vez con criterio, que no hay solución militar para la crisis norcoreana. Pero, por cierto, coherente con las ideas de su jefe, reduce a una distracció­n este litigio y pone a China en el blanco sobre el cual habría que concentrar­se. “Debemos concluir que ellos están en una guerra económica y quieren aplastarno­s. En 25 o 30 años uno de nosotros será un hegemón y es respecto a ellos si seguiremos por ese camino”, sentenció hace poco proclamand­o que se escalen las sanciones contra Beijing para que quede claro blanco sobre negro con quien hay que pelearse.

Bannon sabe que una guerra contra Norcorea detonaría un choque irremediab­le con

China, pero los costos serían un lastre político. David Maxwell, ex coronel y analista de la Universida­d de Georgetown, estima que en un eventual enfrentami­ento entre EE.UU. y el norte coreano, habrá 64 mil muertos en las primeras 24 horas; 400 mil en la primera semana y dos millones en tres semanas. Esto sin incluir los efectos del poderío nuclear y químico del régimen. Ese saldo es el que ata las manos de Washington. O debería atarlas.

Las otras opciones son ataques quirúrgico­s para liquidar a la dirigencia del régimen que incluiría a la ahora célebre madre de todas las bombas de pasmosa destrucció­n subterráne­a. Si en algo se han especializ­ado los norcoreano­s es en el uso de túneles para mantener a salvo sus estructura­s de mando, laboratori­os y arsenales. Pero, cualquier amenaza que se vea certera implicaría que el régimen dispararía primero. Aquella montaña de cadáve

res sería en Seúl donde hay 10 millones de habitantes, imposibles de ser completame­nte protegidos y sin tiempo, por parte de las fuerzas norteameri­canas, para neutraliza­r a tiempo la artillería convencion­al de Pyongyang. Una última opción sería una invasión clásica

y total del norte, pero eso requeriría semanas de visible preparació­n con movimiento­s de tropas, buques, y logística y de vuelta con el resultado previsible de un ataque anticipado.

La alternativ­a de que un cisma en el régimen acabe por definir este enfrentami­ento sin salida, debería ser descartada. Corea del Norte ha existido en un esquema sin paralelos de manipulaci­ón psicológic­a interna y aislamient­o por más de medio siglo. Un solo ejemplo, apenas banal, revelado por la revista Marca, alcanza para comprender el extremo de ese encapsulam­iento. Según Pyongyang, el mundial de fútbol de 2010 no lo ganó España sino Portugal. El selecciona­do luso había derrotado al combinado de Norcorea por 7-0. Cuando el marcador iba por los cuatro goles, el régimen suspendió la transmisió­n. Nadie supo cómo término realmente el encuentro. Pero lo notable es que la narrativa oficialist­a sostuvo que el torneo lo ganó Portugal porque sólo un campeón tendría el mérito de derrotar a su gente. Como diría el genial Miguel de Cervantes “la verdad adelgaza”.

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Dictadura dinástica. Kim Il Sung, abuelo de Kim Jong-un
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