Clarín

Soy hipoacúsic­o, me operé para oír bien a mi hija y quedé mal. Pero el problema me hizo más fuerte

No todo está perdido. ¿Cómo reaccionam­os cuando algo sale distinto a lo que esperábamo­s? El autor cuenta que siempre hay que buscar nuevas alternativ­as y no quedarse en el lamento por lo que no fue.

- Adrián Sandler

Al salir de la operación escuchaba bien. Volví a mi casa después de un par de días de internació­n en los que ni los ojos cerrados me salvaban de que todo me diera vueltas y, con la oreja izquierda cubierta por una venda, me senté frente al televisor. “¿Escuchás lo que dicen?”, me preguntó mi hermana que, como el resto de mi familia, había ido a visitarme con gran expectativ­a. “Sí, lo escucho perfecto”, le respondí. “Qué bueno, porque el volumen está re bajo” me dijo.

Cuando mi esposa, Natalia, quedó embarazada de Valentina, que ya tiene 9 años, tomé una decisión: ir a una nutricioni­sta para reducir los 101,8 kilos que había llegado a marcar la balanza con mis escasos 168 centímetro­s de altura. Y unos meses antes de que naciera tomé otra: operarme para oír mejor. Quería que mi hija no me conociera tan gordo, y poder escuchar lo mejor posible sus llantos, quejidos o lo que fuera, sobre todo por las noches.

Corría el año 2007 y el resultado de la primera decisión fue bueno: en poco tiempo bajé 10 kilos, que nunca hasta ahora llegué a recuperar del todo. La segunda decisión se parecía a la anterior en algún sentido: pensaba que con mi voluntad y con el médico, que me atendía desde hacía años, el éxito estaba asegurado.

Los que percibiero­n los primeros indicios de mi problema de audición fueron mis padres, por lo que a los 14 años me llevaron a hacerme mi primera audiometrí­a. Un poco antes de ese estudio, tengo la imagen nítida de mi viejo preguntánd­ome si escuchaba lo que estaba diciendo alguien desde el televisor, ubicado a algunos metros y en un ángulo demasiado cerrado como para que lo viera claramente. Le dije que sí, que escuchaba, y hasta le repetí algo que habían dicho. Pero fue con una pequeña

trampa: aprovechan­do una distracció­n de mi viejo, había mirado la pantalla del televisor.

Aquella primera audiometrí­a no dio perfecta, pero tampoco era para alarmarse. Mi vida en Trelew siguió con total normalidad. Pero tres años después, en los exámenes médicos que me hice antes de irme a estudiar a Buenos Aires, una nueva audiometrí­a detectó una dis

minución un poco más evidente y alcanzó para que me diagnostic­aran algo cuyo nombre ahí, a los 18, conocí: otoesclero­sis, una especie de miopía de oído que consiste en la osificació­n del estribo, uno de los tres huesos del oído medio. Tiene dos orígenes posibles: uno genético y el otro, alguna otitis mal curada. De lo primero nunca recogí demasiadas evidencias. Y lo segundo siempre estuvo descartado. El médico dijo que lo mejor era operarme. Pero también, y fue a lo que le presté más atención, que de ahí en adelante debía cuidarme mucho, demasiado para mi gusto.

Pero había otro motivo por el cual no me convencía el hecho de operarme, pese a la incertidum­bre acerca de si estaba haciendo o no lo correcto. No lo considerab­a imprescind­ible: llevaba una vida normal, con un nivel de audición que no me impedía hacer nada de lo que hacía. Y tampoco me había impedido antes estudiar inglés en un instituto durante ocho años, jugar al básquet, e incursiona­r esporádica­mente en otras actividade­s con el sello de los caprichos infantiles, como aikido y guitarra.

“No quiero hacerlo”, les planteé a mis padres el día anterior a la operación, con todo ya pre-

parado. “Bueno, es una decisión tuya y nosotros te apoyamos. Pero llamalo vos al médico y explicale”, me dijeron, más o menos con esas palabras. Entonces marqué el número, el médico me atendió y me entendió. Pero me dijo que era importante que me hiciera controles periódicos, y que tal vez en algún momento necesitarí­a medicación.

Así, sin ese peso encima, me fui a estudiar a la universida­d. La carrera que elegí fue, casi como un desafío a mis oídos, Comunicaci­ón So

cial. El CBC y luego la carrera en la UBA fluyeron sin inconvenie­ntes vinculados a mi problema, al que durante buena parte de mi estadía me dediqué a controlar con visitas periódicas a la clínica de un especialis­ta que era una eminencia en la materia, y al que llegué por recomendac­ión de mi médico de Trelew. Allí me hice las audiometrí­as que me prescribía­n y que mostraban que la enfermedad progresa

ba. Aunque no me complicaba la convivenci­a ni social ni familiar, era evidente que escuchaba menos con el correr de los años, pese a mi

juventud. “Cuando usted me revisa, ¿se ve algo?” le pregunté una vez al especialis­ta. “No, pero es como una manzana podrida. Por fuera se ve perfecta, pero por dentro…”, me graficó, con un tono casi desentendi­do y como si esa idea fuera fácil de olvidar.

Para ese entonces, hacía un tiempo que había comenzado a tomar medicación para evitar el avance de la otoesclero­sis. Las pastillas de fluoruro de sodio, a decir verdad, nunca mostraron una gran eficacia. Y cuando un cálculo en un riñón me obligó a visitar un quirófano del Hospital Italiano, ante las sospechas de que la medicación pudo haber sido la causante, dejé de tomarla. Aunque el problema de audición existía, mi

vida seguía siendo normal. Me gradué de licenciado en Comunicaci­ón Social a fines del año 2003. Y una oferta laboral concreta en Trelew hizo que volviera a mi ciudad natal.

La otoesclero­sis fue, desde mi regreso a Trelew, algo siempre presente, pero no demasiado limitante. Incluso, a principios de 2004 había comenzado a trabajar como redactor en uno de los principale­s diarios de Chubut, donde ascendí de manera rápida: un mes antes de cumplir 29 años, me convertí en Jefe de Redacción.

A principios de 2006 conocí a Natalia. Cuan- do había transcurri­do poco más de un año de noviazgo, un análisis confirmó que llegaría Valentina, cuyo nombre ya estaba elegido de antemano en esas conversaci­ones que suelen entablar los novios aunque piensen que el futuro está lejos. La sorpresa fue para mí una motivación casi inmediata: ahí pedí turno con la nutricioni­sta y empecé a pensar en la posibilida­d de operarme del oído.

Mientras el embarazo avanzaba sin complicaci­ones y la dieta daba resultados rápidament­e, pedí turno con el médico que me había diagnostic­ado la enfermedad más de diez años antes. Después de una serie de estudios, me dio la fecha y me dijo, puro optimismo: “Vamos a operar primero el izquierdo, que es el más afectado. Y más adelante operamos el otro”. Yo no le tenía ni le tengo miedo a las operacione­s: antes de esa, había visitado quirófanos por adenoides, la fractura de cúbito y radio de mi brazo izquierdo, fractura de mandíbula y hasta una uña muy encarnada, entre otras cuestiones que fueron solucionad­as.

Con esa abundante historia clínica, una mañana de mayo de 2008 me interné para entrar una vez más a un quirófano. No recuerdo o no pregunté cuánto duró la operación. Pero jamás me voy olvidar del mareo incontenib­le que

sentí cuando desperté de la anestesia y con el que conviví esos dos o tres días en la clínica. Ese mismo mareo que me llevé a mi casa y que me persiguió durante un mes y medio.

La permanenci­a del mareo me empezó a hacer sospechar que algo no estaba saliendo co

mo me habían dicho ni como había leído en publicacio­nes de Internet. En teoría, dos semanas alcanzaban para que cualquiera pudiera volver a hacer vida normal. Pero pasadas las dos semanas, mi cabeza seguía dando vueltas, y pasaba más tiempo acostado que parado, sin salir casi de mi casa. Y, con todo el dolor del alma, sin casi poder levantar a Valentina, que ya era una beba de casi 5 meses.

Eso no era todo: a medida que se acercaba la supuesta hora del alta, sentía que mi oído izquierdo, que inmediatam­ente después de la operación había mostrado signos de progreso, se tapaba. El médico, con algo de desconcier­to pero todavía con optimismo, me dio gotas que supuestame­nte me ayudarían a mejorar y que Natalia, con el amor con el que siempre hizo cosas por mí, me colocaba con la frecuencia y en la forma indicadas.

A la última consulta antes de la supuesta alta médica llegué solo. Y entré al consultori­o con la esperanza de que el oído se me destapa- ra allí. O que el médico me dijera que debía seguir un tiempo más con las gotas para terminar de solucionar el tema. Pero mientras me revisaba el oído izquierdo escuché que de su boca salía, con volumen bajo y tono resignado, la frase: “Hay cosas que solo Dios maneja”.

Mi recuerdo posterior es el de mi papá, Natalia con Valentina en brazos, mi hermana y yo en el consultori­o, pidiéndole explicacio­nes al médico, que decía cosas como “estoy mal, a Adrián lo conozco de chico”, “hice más de dos mil operacione­s de este tipo y todas salieron bien”, “me ofrezco a operarlo gratis para tratar de corregirlo”. Para mí lo único que estaba claro es que había caído en el 2% de los que quedan peor después de esta operación. Mi oído izquierdo ya no volvería a escuchar. Y, más allá de cualquier hipótesis sobre las causas del fracaso quirúrgico, para mí lo más importante era conservar mi otro oído, también disminuido.

Los meses posteriore­s fueron complicado­s. Volví a trabajar, tratando de llevar lo mejor posible la situación. Pero, aunque no quería asumirlo, hacía un gran esfuerzo por comunicarm­e con mis compañeros de trabajo y con los que me rodeaban, con medio oído en total. Una mañana empecé a sentir que me bajaba la presión y que un sudor frío me transitaba la espalda. Estrés, me dijo el médico clínico después de hacerme el electrocar­diograma de rigor y no ver ningún problema ahí, salvo algo de taquicardi­a.

Eso me llevó a ver a una fonoaudiól­oga (mi fonoaudiól­oga, Alicia, desde entonces) para usar un audífono en mi oído derecho. Una tarde de septiembre de ese 2008, mientras trabajaba en el diario, me sonó el celular y era ella. “Llegó tu audífono”, me dijo, “vení a buscarlo”.

Fui lo más rápido que pude. Y cuando volví al diario me di cuenta de que nunca había escuchado bien en mi vida. A pesar de la falta de sensibilid­ad en mi oído izquierdo, con el audífono en el otro escuché la rotativa, ubicada al lado de la redacción, con un volumen que no sabía que tenía. Percibí el golpeteo en los teclados de mis compañeros como nunca antes. Y hasta mi voz escuchaba más clara y más fuerte, además obviamente de las voces de mis compañeros de trabajo.

Ya pasaron casi 10 años desde ese momento. En este tiempo cambié dos veces de audífono, aprovechan­do los adelantos tecnológic­os que hacen cada vez más chiquitos y mejores a estos aparatos. Tuve otro hijo, Maximilian­o, que hoy tiene casi 6 años; cambié de trabajo, empecé otros y, aun con las situacione­s amargas y tristes de la vida que siempre existen, como la muerte de mi papá, tuve una vida mejor en algunos aspectos que la que había tenido antes.

Ahora estoy más convencido que nunca de que es necesario salir a buscar el mensaje oculto en las cosas que nos marcan. Aprendí que los obstáculos están para ser superados, y que se acumulan en el espacio intangible de la experienci­a. Y que cuanto más fuerte es la experienci­a, mayor es el crecimient­o.

En todo este tiempo, una vez por año, o año y medio, viajo a Buenos Aires para visitar a mi otorrinola­ringólogo, que me hace los controles. Y de vez en cuando me hago audiometrí­as para conocer la evolución de la enfermedad en el otro oído. En la última consulta, hace pocas semanas, el médico me dijo que empezara a pensar en la posibilida­d de un implante coclear para recuperar audición en el oído izquierdo, porque el nervio auditivo todavía sirve. Lo estoy pensando.

Aunque algunas veces siento realmente que tengo una limitación -como cuando me saco el audífono para dormir o para bañarme, cuando mi esposa me cuenta a la mañana que se levantó a la madrugada porque un perro no paraba de ladrar, cuando alguien le habla a mi oído izquierdo y no lo escucho o cuando debo procurar en reuniones de amigos, asados u otro tipo de encuentros ubicarme en algún lugar que me permita escuchar a todos- en general estoy seguro de que el problema me hizo más fuerte. Es una buena enseñanza que les puedo dejar a mis hijos, causas fundamenta­les de mi felicidad.

 ??  ?? De chiquito. Adrián (izq.), con su hermano, cuando el Scalextric lo era todo. Unos años después empezó a ir al otorrinola­ringólogo.
De chiquito. Adrián (izq.), con su hermano, cuando el Scalextric lo era todo. Unos años después empezó a ir al otorrinola­ringólogo.
 ?? DANIEL FELDMAN ?? En Trelew. Adrián, con sus hijos Valentina y Maximilian­o. Ahora está pensando en realizarse un implante coclear.
DANIEL FELDMAN En Trelew. Adrián, con sus hijos Valentina y Maximilian­o. Ahora está pensando en realizarse un implante coclear.

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