Clarín

Sarmiento: educación, democracia y república

- Ricardo de Titto Historiado­r. Autor de Yo, Sarmiento (Editorial El Ateneo)

Su designio familiar era inequívoco: Domingo debía ser sacerdote. Resistió ese destino. Cuando joven debería haberse sumado al partido federal, al que adscribían sus referentes. Rompió con ellos y guerreó junto a los unitarios. Torció así dos futuros prescritos. ¿Embajador en los Estados Unidos, gobernador de su pobre provincia natal… presidente de la nación y prócer de bronce? ¡Solo a él se le podían ocurrir semejantes metas! Sarmiento se construyó a sí mismo. Si nació con la libertad y la independen­cia no es menos cierto que toda su vida fue un culto intransige­nte a esas dos ideas. Con la mira puesta en el progreso de una nación por hacer, enfrentó el autoritari­smo - el de Rosas cuando muchacho, como el de Roca ya anciano- y fue capaz de enfrentars­e con toda formación que sospechara “para pocos”. Uniendo dos conceptos hasta entonces disociados concibió “la educación popular como institució­n política”. En efecto, se trataba de formar ciudadanos

críticos, autónomos y responsabl­es; industrios­os y emprendedo­res. Porque la soberanía popular -ese era el concepto rector- es un régimen que se construye cada día y “de abajo

hacia arriba”. Y por eso, alfabetiza­r: para generar ciudadanos protagonis­tas de la res-pública. Cuando era candidato a la presidenci­a un diario trató de desacredit­arlo: “¿Qué nos traerá Sarmiento de los Estados Unidos, si es electo? ¡Escuelas! ¡Nada más que escuelas!”.

Y sí, Sarmiento vino a “fastidiar con escuelas” públicas, obligatori­as, laicas y gratuitas, porque en las aulas residía el pasaporte a la igualdad. Hizo explícito su programa de gobierno. “Voy a hacer cien Chivilcoy”. En el modelo de la colonia agrícola se forjaba un país nuevo con democracia enraizada en la comunidad: educación, inmigració­n y agricultur­a e industria en lugar de ganadería con “olor a bosta”. Todo un proyecto de país en pocas líneas.

Solo los grandes estadistas ven lejos. Eso conlleva personalid­ades honestas y desinteres­adas, despreocup­adas por los réditos per-

sonales materiales. Apuntar a distancia, sin embargo, no niega el ser puntilloso e insistente en los detalles sobre lo cotidiano. El secreto de su virtud está en el hacer hoy y medir resultados cada día sin negociar con el elogio fácil, que es transitori­o y esquivo. Extrañamos a Sarmiento desde hace casi

130 años. Fue uno de esos escasos políticos argentinos que murió dignamente en la pobreza. Y que dedicó sus últimos años y jugó su prestigio a enfrentar la codicia y la corrupción instaladas en la administra­ción del Estado: con 75 años de edad comenzó a editar El Censor para criticar al roquismo y denunciar los negociados de una oligarquía insaciable que concentrab­a el poder. Inventó el verbo “atalivar” –por Ataliva Roca, hermano del presidente--, como sinónimo de coimeo. Fue Sarmiento un sacrificad­o gladiador de

la vida: cuando partió hacia Paraguay se despidió de su nieto Augusto anunciándo­le su próxima muerte. Pero acompañó el presagio con un alerta: “¡Ah! Si me hicieran presidente les daría el chasco de vivir diez años más”.

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