Clarín

Ese romance interminab­le de Cielo y Tierra

- Magda Tagtachian mtagtachia­n@clarin.com

Pasaron la noche juntos. Apretados. Silencioso­s. Tal vez confundido­s. Y ahora que Sol amenaza con exponerlos, no quieren despegarse. Lo intentaron por varios minutos. El debía subir a su lugar. Y Ella permanecer serena, siempre rasante, en el suyo. Lo aceptaron.

Después de todo, les gustaban sus trabajos. A Ella le tocaba cada día darle humedad al suelo y a las plantas. Sostener el paso inquieto de quienes andan ajetreados. Recibir los regalos de la furia transeúnte. El, en cambio, se encarga de ver todo desde arriba. Ofrece distinta gama de colores según su humor y su moral: rojo para las mañanas intensas; gris para presagiar dificultad; azul para los días bellos y rutinarios. Aquella madrugada, el estado del tiempo indicaba cien por ciento de humedad.

Cielo lloró cristales. Y Tierra los recibió. Su amor formó un manto perezoso cerca del suelo. Debajo de ese lecho pálido sus territorio­s se mezclaban. Escondidos en un velo gaseoso, Cielo y Tierra se amaban. Algunos amaneceres en que les cuesta más separarse, los ras- tros de su pasión resplandec­en temprano cerca del Rosedal. El lago es cómplice. Les presta su humedad. Mientras los amantes se despiden, Tierra llora finas gotas y Cielo las esparce en una cortina blanca y espesa.

A media mañana, el asunto ya está disipado. Todo se vuelve diáfano. ¿Normal? Cielo y Tierra aceptan su condición. Cada uno sigue por su lado. Distantes y secretamen­te conectados. Los une el mismo deseo. Los amantes del Rosedal sólo piden que pronto vuelva Humedad y que Frío condense sus vapores excitados. Los pronóstico­s lo llaman Niebla. Pero ellos saben. Para ellos es Intimidad.

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