Un reclamo apropiado por los violentos
El martes pasado el juez Guido Otranto y la fiscal Silvina Ávila, que investigan, con deficiencias ya harto señaladas, la desaparición de Santiago Maldonado, fueron sitiados por un grupo de sesenta manifestantes, enmascarados la mayoría, a la salida de los juzgados de Esquel. A la fiscal la persiguieron por las calles, a duras penas contenidos por la custodia, y atacaron a pedradas la camioneta en la que buscó un milagroso refu
gio. Al juez también intentaron golpearlo y la Policía debió protegerlo con el uso, contra los manifestantes, de gas pimienta. Los violentos, que llegaron de El Bolsón y Bariloche a sumarse a los de Esquel, dijeron ser amigos y conocidos del artesano desaparecido, cuyo destino, esto es sabido pero no está de más repetirlo, debe ser esclarecido por el Estado.
Hay una rara tradición social en la Argentina que exhibe dos aristas que son al menos cuestionables. La primera dice que una demanda justa ampara un legítimo reclamo violento; la segunda: cuanto más violento es el reclamo, más garantías hay de buenos resultados. Las dos son falsas, o al menos no llevan a los resultados que propone la tesis. No basta sino mirar con atención y espíritu crítico la historia de las últimas décadas, para comprobar la dramática y muchas veces trágica negación de esos planteos.
Los justos reclamos sociales que desde hace más de un cuarto de siglo cercenan el tránsito y ponen fuego a calles y rutas, exhiben un muy magro resultado en la satisfacción de sus demandas, no importa cuál Gobierno se haya visto impelido a cumplirlas. Por el contrario, la evidente politización de esas demandas o su no menos evidente utilización política, no importa cuál Gobierno las haya padecido, las dejó vacías de contenido.
Hay una idea equivocada, o alimentada por el cinismo, que expresa que el apriete y el asedio, el insulto y la pedrea a los funcionarios públicos encargados de investigar la desaparición de Maldonado, los va a hacer
trabajar más, de modo más veloz y con mejores resultados. Es un disparate. Al mismo tiempo, la evidente y creciente politización del caso, amenaza también con vaciarlo de sustento y proyección.
Las demandas por el destino del muchacho desaparecido son justas y progresivas en un país que aún agita el fantasma de las
desapariciones. Pero no pueden por eso ser vistas y juzgadas al margen de su correlación con otras demandas y con otras fuerzas, porque de esa forma se borra la base de una crítica que permitiría mejorar la calidad humana y social de esos y de otros reclamos.
También es una cuestión estratégica: quienes aspiran a un cambio, deberían exhibir un modelo de sociedad mejor que el que intentan cambiar. Y ya hay más de tres generaciones de argentinos educados en la idea equivocada de que la única forma de mejora y de conquista social llega sólo a través de la violencia.