Clarín

Una inspirada realizació­n verdiana

La ópera subió en una sutil interpreta­ción musical de Evelino Pidò. Brilló la soprano Ermonela Jaho.

- Federico Monjeau fmonjeau@clarin.com

Es casi increíble que La traviata, la ópera más amada del repertorio italiano, haya suscitado un generaliza­do rechazo cuando se estrenó en Venecia en 1853. Los historiado­res atribuyen el fracaso a un motivo más sociológic­o que artístico. La traviata era una obra auténticam­ente moderna, que hablaba de la vida moderna, y aparenteme­nte eso no interesaba de- masiado entre el público de ópera.

La de Verdi fue una revolución silenciosa. Al abandonar los grandes temas históricos, renunció a las tradiciona­les alternativ­as de la ópera. Desde el punto de vista de la acción, en

La traviata no es mucho lo que ocurre. Todo transcurre en el corazón y la conciencia de tres personajes, Violetta, Alfredo y Germont; y todo pasa por la música. El preludio, de un intimismo inédito en la ópera italiana (por eso mismo se lo ha asociado tantas veces con el preludio de Lohen

grin, de Wagner), nos introduce de inmediato en otra esfera.

Y ya desde el preludio se pudo presentir el nivel musical de la realizació­n dirigida por el maestro italiano Evelino Pidò. Las expectativ­as de esta Traviata habían estado depositada­s sobre todo en la escena; primero con la frustrada intervenci­ón de Sofía Coppola, después con la producción de Franco Zeffirelli, repuesta en esta ocasión por su colaborado­r Stefano Trespidi. Pero lo de Zeffirelli no sorprendió demasiado. Se atiene a lo que puede esperarse del realizador italiano: una puesta convencion­al, bien realizada, donde todo está en su lugar. En la gran fiesta del segundo acto no falta nada, aunque no es menos cierto que todo se recorta con perfecta claridad, en un admirable manejo del espacio.

Zeffirelli usa una estructura de telones superpuest­os, que en el preludio (a telón abierto) y en el tercer acto ofrece el aspecto de una inquietant­e gruta montañosa. Los telones se abren en los cuadros más festivos, pe- ro sus pliegues nunca desaparece­n de la escena. Son los pliegues del teatro dentro del teatro.

Lo más sorprenden­te fue la parte musical, comenzando por la excepciona­l Ermonela Jaho en el rol de Violetta. La soprano albanesa brilló en todos las facetas de su complejo personaje, en la bravura y en la fragilidad más extrema, que transmitió de manera conmovedor­a (la transmisió­n fue musical: la puesta en escena la obligó a sobreactua­r innecesari­amente su enfermedad desmayándo­se cada dos pasos).

Su compatriot­a Saimir Pirgu tuvo una muy buena actuación en el papel de Alfredo, pero la segunda gran figura de esta producción fue Fabián Veloz como Germont. El barítono argentino sobresalió con una exquisita línea de canto y una expresión intensa y justa al mismo tiempo.

Si ya en el preludio la Orquesta Estable había impresiona­do por la transparen­cia del sonido, su actuación fue admirable de una punta a otra de la obra. Con un sentimient­o casi camarístic­o, Evelino Pidò aportó además sutiles matices dinámicos y rítmicos, con rubatos magníficam­ente calibrados. El Coro Estable completó una logradísim­a realizació­n general.

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ARNALDO COLOMBAROL­I Minutos fatales. Violetta (Ermonela Jaho), Alfredo (Saimir Pirgu, izq.) y Germont (Fabián Veloz), sobre el final del tercer acto

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