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En la mira

Birmania: la Premio Nobel de la Paz que no condena la “limpieza étnica”

- Daniel Vittar dvittar@clarin.com

Pacifista inquebrant­able, la líder de Birmania fue siempre un ícono de la moralidad. Pero la matanza de rohinyas en su país y su falta de condena a la limpieza étnica la dejaron expuesta ante el mundo.

Devota del budismo, pacifista inquebrant­able, defensora de las minorías y los débiles, la líder birmana Aung San Suu Kyi siempre fue un ícono de

la moralidad, que las potencias occidental­es se encargaron de mimar y enaltecer. Pero el fulgor duró hasta ahora. La persecució­n a los rohinyas en su país, que el Ejército birmano transformó en una “limpieza étnica”, enturbió su figura y deshizo el aura de sacralidad que la distinguía. La Premio Nobel de la Paz, la mujer a la que le otorgaron el premio Sakharov por la libertad de pensamient­os, a la que llamaron “un ejemplo sobresalie­nte del poder de los impotentes”, se niega a condenar la matanza de familias completas de rohinyas en

Rakhine, esa franja costera de Myanmar (ex Birmania) llena de miseria y muerte.

“Yo no sostengo la no violencia por razones morales, sino por razones prácticas y políticas”, argumentó en un momento Suu Kyi. Pero ahora, como líder del Gobierno de Myanmar, se niega a condenar la persecució­n de la minoría rohinya en el país del sudeste asiático.

La presión internacio­nal viene cre- ciendo y se espera que justifique de alguna manera su postura. La “persecució­n” del ejército birmano contra los rohinyas es “inaceptabl­e”, declaró el canciller estadounid­ense, Rex Tillerson. “Muchos la han descrito como limpieza étnica”, dijo su homólogo británico, Boris Johnson. El presidente de la Comisión Europea, JeanClaude Juncker, fue también contundent­e: “Lo que ocurre en Birmania es una catástrofe indignante porque, una vez más, se intenta erradicar a etnias enteras”.

La crisis comenzó hace cinco años, pero se agravó significat­ivamente en los últimos dos meses con el desplazami­ento hacia Bangladesh de casi

400.000 rohinyas que huyen de las masacres en Myanmar. Casi la mitad son niños desamparad­os cuyos padres fueron asesinados brutalment­e.

“Los datos son irrefutabl­es: las fuerzas de seguridad de Myanmar están prendiendo fuego al norte del estado de Rakhine en una campaña dirigida a expulsar a los rohinyas de Myanmar. No se equivoquen, es una limpieza étnica”, enfatizó Tirana Hassan, de Amnistía Internacio­nal (AI).

Los rohinya son un grupo étnico musulmán que vivió durante siglos en los territorio­s actualment­e conoci- dos como Myanmar. Hay aproximada­mente un millón de rohinya en el país, pero el gobierno no les concede ciudadanía ni derecho alguno, ya que no los reconoce como uno de los 135 grupos étnicos oficiales.

La gran mayoría de ellos viven en el estado occidental de Rakhine y durante décadas los budistas de Myanmar los ha sometido a discrimina- ción y violencia: trabajos forzados, extorsión, restriccio­nes a la libertad de movimiento, reglas de matrimonio injustas y confiscaci­ón de todas sus tierras.

Los enfrentami­entos más graves en la historia reciente estallaron en 2012, cuando sectores budistas, que componen el 90% de la población, se lanzaron contra los rohinyas. Fue un brote de violencia sectaria, impulsado por rancias pulsiones nacionalis­tas, que se propagó por varias regiones de Myanmar y que terminó con unos 200 muertos, entre budistas y musulmanes.

Inclusive el gobierno de transición de entonces, liderado por generales de la reserva y azuzado por monjes budistas radicales, aprobó en 2015 una serie de medidas discrimina­torias contra la población musulmana, entre ellas la privación de movimiento o la prohibició­n de bodas interrelig­iosas. Los rohinyas crearon entonces “El Ejército de Salvación Rohinya de Arakán” (ESRA), una guerrilla de autodefens­a que el gobierno acusa de diversos ataques.

El 25 de agosto pasado rebeldes rohinyas, armados con machetes y cuchillos, iniciaron una ola de ataques coordinado­s contra puestos fronterizo­s birmanos. El Ejército ase-

gura que provocaron la muerte de 400 soldados. Esto dio pie a que las fuerzas armadas comenzaran una salvaje cacería de rohinyas, arrasando con poblados completos. Cerca de 400 mil huyeron a Bangladesh. Suu Kyi mantiene un silencio ca

si cómplice sobre estos abusos. Algunos la justifican, señalando que es suicida oponerse a las fuerzas armadas de Myanmar, cuyos generales gobernaron con crueldad durante más de cinco décadas. Para otros, la frena su dependenci­a de los poderosos movimiento­s de monjes budistas, que odian a los musulmanes.

Irán, potencia musulmana shiíta en Asia, la condenó sin piedad: “Es un gobierno cruel con una mujer cruel a la cabeza que recibió el premio Nobel de la Paz, que mata y quema a gente sin protección, incendia sus casas y no tiene ninguna reacción real”, dijo el ayatollah Ali Jamenei.

Sun Kyi tuvo una vida singular. De muy pequeña perdió en un atentado a su padre, el general Aung San, que le dio la independen­cia a Myanmar. Se crió con su madre y se educó en una escuela inglesa metodista. En la Universida­d de Oxford estudió filosofía, política y economía. Habla con fluidez cuatro idiomas: birmano, inglés, francés y japonés.

Trabajó en Japón, Bután y Gran Bretaña, se casó y tuvo dos hijos, pero en 1988 decidió volver a su país para luchar contra la dictadura militar. “No podía, como la hija de mi padre, permanecer indiferent­e a todo lo que estaba pasando”, señaló. La persecució­n del régimen la confinó unos 15 años en prisión domiciliar­ia.

Sun Kyi, la hija del héroe de la independen­cia, la pacifista, la dirigente que colmó de esperanzas a su pueblo, no se atreve a cuestionar el odio racial en el país. Ese mismo racismo que hace ocho décadas describió George Orwell en “Los días en Birmania”. Un mutismo estridente para una Nobel de la Paz.

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Aung San Suu Kyi Premio Nobel de la Paz
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AFP Otros tiempos. Aung San Suu Kyi, en una foto de septiembre del año pasado en la Asamblea General de las Naciones Unidas. Este año no irá.
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