Se requiere un diálogo político sincero
¿Que ha sucedido en los últimos años, en los que el PP ganó con mayoría absoluta, para que las personas favorables a la independencia de Cataluña pasaran de aproximadamente un 20 a un 50%.? El gran responsable de esta debacle ha sido el gobierno central, y en especial su presidente, que han actuado con extrema arrogancia y con muy poco sentido de Estado, primero al negar en todo momento la importancia del problema y luego al utilizar el tema en un sentido estrechamente electoralista. Con sus virtudes y defectos el estatut aprobado por la ciudadanía catalana a propuesta del gobierno de Rodríguez Zapatero fue una manera muy inteligente de encausar las tensiones - antiguas e irresolubles- con Cataluña y un valiente reconocimiento del alto vuelo del problema.
La feroz campaña de la derecha española por tumbarlo y las argucias y maniobras legales utilizadas, que incluyó la esperpéntica recusación de un miembro del tribunal supremo, significaron sin duda un gran éxito para la política extrema del PP, pero fueron un balde de agua fría para catalanes y españoles sensatos. Significó un punto de no retorno a partir del cual el independentismo se disparó como la espuma. A esa política de miras estrechas hay que sumar las negativas consecuencias de cómo los gobiernos del PP -y el último del PSOEgestionaron la crisis económica del 2008, que enfrentó a las elites y los aparatos de los partidos políticos tradicionales (catalanes y españoles) con importantes sectores de la ciudadanía empobrecidos y excluidos. Factores también importantes fueron los flagrantes casos de corrupción del partido gobernante y sus maniobras para diluir la cuestión, el ataque a las libertades públicas a través de la insólita ley mordaza, y el armado de una policía política para perseguir y desacreditar a la oposición y a catalanistas. El populismo atemorizador del PP (y de un sector del PSOE), que al igual que el franquismo apeló como toda política al slogan “que se rompe España” fue muy útil para sumar votos en determinadas regiones y pueblos y también para acorralar a las elites de la derecha catalana, pero fue pésima para los intereses del Estado español, en el que Cataluña ocupa un lugar prominente, por motivos culturales y económicos.
Desgraciadamente, nos encontramos ante un callejón sin salida al que nos han conducido, por un lado, los líderes de la derecha catalana dispuestos a cualquier pirueta para seguir afianzados en su poder, ante su ostensible pérdida de influencia nacional y, por otro, el nacionalismo español del PP, anclado en un imaginario neofranquista. No se puede negar a los catalanes su derecho a decidir su destino, sea esto acorde con la legalidad vigente o no, pero tampoco se la puede arrastrar de manera insensata a una independencia de miras cortas para salvar el pellejo de unas elites de la derecha catalana en decadencia. La única postura sensata es la de aquellos sectores que sin negar la capacidad del pueblo catalán de ejercer su derecho a decidir, sitúan la cuestión en el marco de una redefinición de la relación entre las nacionalidades históricas y el Estado central y en el diálogo sincero. Esto no podrá hacerse hasta que no haya un cambio de orientación importante en el manejo del gobierno central en España. * Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid.