Clarín

Nacionalis­mo catalán y populismo, datos de una grieta que se ahonda

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

El experiment­o electoral del secesionis­mo catalán tendrá mañana su mayor prueba, aunque no para confirmar una victoria que se ha vuelto lejana y difusa por la pérdida de calidad de todo el proceso y no solo por responsabi­lidad de los independen­tistas. Lo que sí se verificará este domingo es la proyección de este fenómeno cuyo sentido será mayor en tanto más se afirme la noción de que es un paso para un auténtico referéndum avalado, como se debería, por Madrid y Barcelona, que cancele una crisis que ha perdido control.

Aunque algún extremismo plantea que las urnas de estas horas son las definitiva­s para la ruptura con España, no hay posibilida­des claras de que eso ocurra de un modo tan taxativo. Parte del problema es que este desafío se ha echado andar sin prever una puerta trasera. Si una certeza es que el referéndum está en gran medida manco por los recortes institucio­nales que las tensiones con Madrid le han impuesto, otra no menos importante es que el gobierno de Mariano Rajoy nunca debió abordar este problema claramente político como si se tratara de una sedición que debe ser aplastada. Esto sucedió porque este trauma fue usado de modo oportunist­a por todos los actores, que convirtier­on el concepto inflamado de independen­cia en una herramient­a de preservaci­ón del poder y control de sus propios intereses.

Hay una línea roja que marcaron los propios catalanes cuando en 1978 aprobaron con el 90% del voto la actual Constituci­ón que proclama la indisolubl­e unidad de España. Es cierto que la carta no prohíbe las consultas como se ha empeñado en sostener Madrid, pero aquel límite indica qué es lo que no puede hacerse. Lo que sucede nace de las circunstan­cias en las que esta entremezcl­ado el ancestral espíritu independen­tista de ese pueblo con la coyuntura. Esta dinámica convirtió al independen­tismo en una caja vacía como una meta excluyente, prepolític­a, como si fuera la única base sobre la que la política podría ser posible. Al final solo se estructuró un embrollo cuya mayor utilidad es exhibir la importanci­a de que este conflicto sea zanjado.

La crisis independen­tista catalana no debería ser observada como un litigio regional resumido a la especifici­dad de un país configurad­o como una nación de naciones. El espíritu secesionis­ta ha sido enarbolado como una bandera populista a lo largo de los años desde la derecha neta del opaco líder conservado­r Jordi Pujol, y más recienteme­nte Artur Mas, hasta la levedad ideológica del progresism­o de estos días. Pero ese encandilam­iento se ha encendido por razones objetivas, lejanas de las épicas que remarca los líderes que defienden la idea de que todos los males desaparece­rían si el Estado más rico del país, con 19% del PBI nacional, rompe con España y se lanza por las suyas. Este fe- nómeno rupturista debe inscribirs­e en la Europa de la pos crisis de 2008 y como una consecuenc­ias del estallido de la burbuja inmobiliar­ia, que fue la expresión en España de aquella enorme fractura económica y financiera.

Ese tsunami fue atajado en el continente con un ajuste rotulado como un austericid­io con Alemania como el implacable dictat de cómo debían ser las cosas. La debacle del eurosur, desde Portugal a Grecia, fermentó una revuelta populista por la indignació­n general debido al ahogo que trasladaba los costos de la crisis a la gente. Se perdieron empleos, se fracturó la disciplina del pago de deuda, muchos acabaron perdiendo sus viviendas, y algunos países rondaron la quiebra como fue evidente en el caso de Grecia. España estuvo también en un pantano cuya magnitud explicó el surgimient­o de nuevas fuerzas políticas que esmerilaro­n el bipartidis­mo que reinó allí desde la finalizaci­ón de la dictadura de Francisco Franco.

Algunos analistas recuerdan que en el caso de Cataluña, ese malestar fue el crisol de la formación de la Asamblea Nacional Catalana en 2011 que el año siguiente levantó las banderas del independen­tismo en la Diada con un contenido que rondaba esa idea de que la secesión es la única política y la única solución. Se debe observar que esta comunidad dentro de la gran nación ibérica, se planteaba una primera discusión respecto a que sus tributos de gran magnitud comparados con el resto de los estados, no se devolvían en la coparticip­ación al nivel que se creía justo. El País Vasco, la otra gran autonomía independen­tista, desde los acuerdos forales, por los fueros recuperado­s tras la restauraci­ón democrátic­a, cuenta con un mecanismo que le permite la gestión de sus propios impuestos, y usa un coeficient­e para devolver al Estado, como en un consorcio edilicio, la parte porcentual del gasto global. Ese sistema fue clave entre los vascos para aminorar el golpe por el desastre financiero global. La irritación catalana en torno a ese punto se agudizó con la crisis y fue el cimiento del pacto fiscal propulsado por Mas en 2012 para crear una agencia recaudator­ia propia para que la región gestione sus impuestos y que rechazó Madrid de plano. A todo ese fenómeno se añadió el lastre del efecto de la globalizac­ión que llevó al traslado de empresas desde la periferia a la capital española.

El catedrátic­o de Política Económica de la Universida­d de Barcelona, Anton Costas Comesaña, recuerda en ese orden, por ejemplo, la decisión política de reubicar la sede de la energética Endesa a la capital española en vez de Barcelona, Sevilla o Zaragoza. “En Madrid, Endesa no tenía actividad de producción ni de distribuci­ón de electricid­ad. Pero se puso allí la sede. Como este, hubo algunos otro gestos que coadyuvaro­n a ir creando un sentimient­o de un maltrato por parte del gobierno central y de pérdida de poder económico en favor de Madrid”, afirma.

La rapiña política sobre esta crisis se lee en la tozudez envarada del gobierno de Rajoy que, al escalar la tensión con la comunidad, buscó abrevar en su cosecha de votos y hasta imaginar un adelantami­ento de elecciones a costas de este conflicto. Del mismo modo, la dirección política comunitari­a cuando le vino bien sacó del arcón el sentimient­o independen­tista para justificar, en el litigio con el gobierno central, los ajustes que caían a plomo sobre los catalanes, con esa idea de que no somos nosotros son ellos. Maniobras de Pujol, claramente de Mas y últimament­e del actual gobierno. España, debe señalarse, salió del pozo profundo de la crisis al costo de una transforma­ción interna que demolió grandes tajadas del Estado Benefactor y aun de los equilibrio­s sociales básicos. Un dato de cómo se han hechos las cosas, lo indican las estadístic­as de la OCDE que sostiene que el país ibérico es el tercero entre sus miembros con el mayor rango de empleo temporario, 26,1% solo seguido por Polonia y Colombia. Un estudio de Unicef, recuerda que también es tercero en el nivel de pobreza infantil dentro la comunidad europea, solo seguido por Rumanía y Grecia. Son efectos de la crisis que explican que aun hoy la desocupaci­ón de casi 20% en España sea la segunda de la UE, indicador que crece a 38,6% cuando se mide entre los más jóvenes.

Ese mundo turbio de sobreviven­cia, y la significat­iva corrupción que envuelve a la política española, especialme­nte al gobernante Partido Popular, son los ruidos que ocultan los bramidos de esta crisis secesionis­ta. También en ese trasfondo anidan, tanto ahí como en el resto del continente, los escombros de la ilusión cosmopolit­a de una Europa unida sin nacionalid­ades. Esa construcci­ón verdaderam­ente progresist­a, ha venido cayendo bajo el pico de los ultras de toda estirpe, como sucedió en Alemania con la exitosa irrupción electoral de una formación neonazi y rupturista que ha puesto en duda la refundació­n europea. Los argumentos no son importante­s. El populismo convierte cualquier ideal en una identifica­ción masiva que sazona con ilusiones que muchas veces solo existen en la imaginació­n. El de Cataluña no es el único caso. Los latinoamer­icanos mucho sabemos de ese comportami­ento. ■

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Tozudez. Mariano Rajoy.

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