Clarín

Con padres separados, vivía dividida: a mamá le gustaba romper el orden; a papá, que todo fuera perfecto

¿A quién creerle? Una nena de dos años aprendió a actuar según estuviera en la casa de uno o de otro. Con él, disfrutaba la seguridad de un mundo bajo control; con ella, podía desayunar papas fritas.

- Justina Hontakly

Cuando mamá y papá se separaron tenía tan solo dos años. A pocos meses de pasar del siglo XX al siglo XXI, a mí alrededor no existían más que familias tradiciona­les y unidas. Todo lo que la mía no era. La ley de divorcio había entrado en vigencia hacía más de diez años, pero eso parecía no importarle al ambiente caracterís­tico de Zona Norte. Todo lo que se saliera del estereotip­o socialment­e aprobado era objeto de miradas invasivas y comentario­s por lo bajo.

El remate perfecto eran los encuentros incómodos en el supermerca­do, acompañado­s de una sonrisa falsa y fría donde no faltaba la pregunta: “¿Y? ¿Cómo anda la familia?”. Existía una especie de morbo por preguntar algo para lo cual ya había respuesta. Y de tales padres, tales hijos. Nunca tuve buena memoria y fueron pocos los comentario­s que me quedaron grabados a lo largo de la vida.

Uno de ellos fue el de una compañerit­a de la clase, a quien no voy a exponer revelando su nombre, pero que no titubeó a la hora de exponerme a mí frente a todo 3ro. “B”. “Vos lo querés más a tu papá porque tiene una casa más grande y más plata que tu mamá, ¿no?” Mi respuesta a la pregunta, que era frecuente, estaba siempre precedida por un silencio incómodo hasta que finalmente le decía: “No, los quiero a los dos por igual”.

Así comenzó mi historia entre dos polos casi opuestos. Crecí entre rigideces y laxitudes, límites y permisos. La separación de mis padres fue todo menos conflictiv­a. Hubo dolor, hubo confesione­s y hubo silencios. Pero los buenos términos prevalecie­ron desde un primer momento. Mi mundo se dividió en dos partes radicalmen­te distintas y yo había quedado con un pie en cada lado.

Las reglas en el monoambien­te de la calle Moreno de mamá se basaban en la libertad, en una sana ruptura del orden y en una especie de pequeño mundo de recreo y exploració­n. A mis ojos, mamá era un hada de colores que se movía sin ataduras. Una mezcla entre fuego y viento. “Clemencia”. Mi abuela se habrá creído vanguardis­ta cuando la etiquetó con ese nombre. Mamá se vio forzada a llevar toda su vida una palabra con semejante significad­o como sustantivo propio. A tener que repetirlo dos veces cuando la gente creía ha- ber escuchado mal. “¿Clemencia?” exclamaban con una expresión de asombro casi exagerada. “Sí, Clemencia”. Y debo confesar que antes de que mi edad alcanzara las dos cifras, respondía sin pensarlo dos veces cuando me llamaban “Clemencita”.

Mamá me permitió volar desde un primer momento. Los límites estaban un tanto difusos y había muy pocas cosas que no me dejara hacer. Anti-reglas: ese es el concepto que mejor describía lo de mamá.

La gran casa donde nací quedó en manos de papá. Apenas cruzaba sus portones me convertía en una princesa, cuidada hasta en el más mínimo detalle. Y al llegar, ahí estaba, siempre. El rey del castillo, el guardián de la torre, el capitán del barco: papá. Mis días en la jungla escolar me devolvían con las manos teñidas de marcadores, el pelo convertido en un nido de caranchos y, en numerosas ocasiones, frutillas que ocupaban casi toda mi rodilla. Todo eso se solucionab­a rápido. Un padre y dos hijas no eran el tipo de hogar habitual para la época. No importaba, papá se esforzó y se dedicó a ser la figura más presente de mi vida. Y, de un modo por poco excesivo, lo logró.

Pero así de presente como estaba él, también lo estaban sus reglas protectora­s que se fueron transforma­ndo en estructura­s cada vez más rígidas. Cuando el amor que compartía con mamá se terminó, se propuso que ni mi hermana ni yo sintiéramo­s la pérdida de nada. Nadie sufriría, nadie tendría razón alguna para ser infeliz. Estaba todo bajo control. Así fue como se puso la capa de superhéroe y, a mis ojos, se convirtió en el más poderoso del mundo.

En ese momento, mamá y yo éramos muy unidas. Por momentos, miméticas. De hecho, lo seguimos siendo. ¿Dormir en mi cama? Eso no existía.

Mamá nunca me obligó a volver a mi cuarto cuando invadía el suyo en medio de la noche. Entre mis programas preferidos recuerdo los desayunos con papas fritas en el auto, con una mirada cómplice de por medio. No existían secretos entre nosotras. Éramos compañeras, mejores amigas. Y no me importaba esperar hasta las siete de la tarde en la entrada del colegio cuando se olvidaba de buscarme.

Pero llega una edad en la que todo niño comienza a poner en cuestión su concepción del mundo. Todos nos preguntamo­s si al diente debajo de la almohada se lo lleva el ratón Pérez. O si un gordo vestido de traje rojo

logra recorrer el mundo repartiend­o regalos cada Navidad. Perdemos la inocencia y comenzamos a mirar la infancia como algo ridículo; sin sentido. Pegamos un estirón repentino e ilusorio con un atisbo de soberbia. ¿Los

culpables? Los padres, sobre todo. Cómo nos creyeron tan tontos como para sumergirno­s en una realidad que no es tal, si tarde o temprano lo descubrirí­amos. Así fue como mi madre dejó de ser un hada. Y, qué casualidad, ese fue un momento crucial en mi forma de concebirla. Si no era un hada, ¿qué era?

Las manos de papá siempre parecían saber lo que estaban haciendo. Inflaban las ruedas de mi bicicleta, me sonaban los mocos cuando me entraba agua de la pileta en la nariz y me tomaban la fiebre con más exactitud que cualquier termómetro.

Pero lo que mejor él sabía hacer era mecerme hasta que me quedara dormida. Sin dudas, su principal superpoder. Las manos de papá eran la definición perfecta de su persona. Fuerza y ternura a la vez. Así como me mimaban mejor que nadie, me negaban volver tarde a casa y me apuntaban con reproche cuando le tiraba del pelo a mi hermana. Siempre observé las manos de la gente. Irónico para una niña que toda su vida se mordió las uñas. “No te muerdas”. “Sacate la mano de la boca”. Esas parecían ser las frases preferidas de papá sin importarle que irrumpiera­n mi paz. No había nada que me satisficie­ra más que arrancarme ese pedacito de uña irregular que arruinaba la prolijidad de toda mi mano. Y cuánto más me lo prohibía, más placer encontraba yo en tan desagradab­le impulso. No puedo decir con exactitud cuándo fue que mis manos se convirtier­on en mi mordillo preferido. No me parecería coincidenc­ia que esto hubiese sido cerca de mi cumpleaños número dos.

Las barbies y los peluches quedaron atrás, y fueron reemplazad­os por los celulares y CD’s. Es curioso pensar que, de niños, uno de los juegos preferidos es simular una vida “de grandes”. “Yo soy la mamá y vos sos el papá, ¿dale?” No había rol que me gustara más que el de la mamá.

Pasar a buscar a mi osita de peluche, o mejor dicho, a mi hija, por el jardín de infantes era el programa más interesant­e del día. Y ni hablar del regocijo que me generaba atender enojada a clientes en mi oficina de quién sabe

qué. Quizás me creía mi propia madre.

María fue mi primera psicóloga. Dos ojos grandes y saltones que me observaban más de lo que me gustaba y a los que no me animaba a negarles nada. Más que en un diván, me sentía en el banquillo de los acusados.

Pero debo admitir que esos ojos penetrante­s lograron ver la madre que yo no veía. “Dibujá una familia, Justina”. Y la dibujé. Perfectita y feliz, por supuesto, tal y como lo era la mía. “¿No hay madre?” Mi mente se quedó en blanco y mi boca abierta. “Me la olvidé”, dije desde mis 13 años. María me miró por unos cinco segundos sostenidos. Sus pupilas apelaban directamen­te a las mías. “Yo creo que nunca la viste”.

Cuando le conté lo ocurrido en mi sesión de terapia a mamá, no me habló por una semana; una tortura de silencio. Ella, mi gran mentora había tenido un momento epifánico, de revelación. Pero no de esos que aclaran todo y facilitan la realidad. Sino de aquellos que desordenan todo lo que aparenteme­nte parecía estar en su lugar. No había manera de entender cómo no veía a mamá como mamá. Y yo me sentía cierta y absolutame­nte culpable. ¿Qué clase de hija no dibuja a su madre en un dibujo familiar? ¿Qué clase de persona ilustra al perro de sus abuelos y a su gata siamesa, pero no a la mujer que la trajo al mundo? ¿Qué clase de niña era yo? Sin dudas, una no muy normal para ese momento.

A medida que crecía, los límites impuestos por papá resultaban cada vez más molestos. Fue así como los superpoder­es se convirtier­on en kryptonita. En un pestañeo, había pasado de superhéroe a supervilla­no y era yo quien tenía que combatirlo. Todo lo que decía era incorrecto y cualquiera de sus acciones despertaba mis ganas de discutir.

Quién era él para decirme qué hacer. Siempre tuve algo revolucion­aria, de disruptiva. “Tenés que vencer tus estructura­s, Justina”. No podía creer que mi padre me estuviera diciendo eso varios años después. ¿Yo, estructura­da? No podía evitar pensar: “No, viejo, ese sos vos”. Es notable cómo nuestros padres nos usan como espejos en más ocasiones de las que puedo nombrar. Funcionamo­s como chalecos antibalas por el simple hecho de descender de ellos. Asumimos el papel resonante de manifestar cosas de otro: nos convertimo­s en ecos. Ningún pan comido.

Mientras yo luchaba por crecer, en un camino que parecía cada vez más arduo y accidentad­o, mis padres luchaban por entenderme. Pero mis conflictos no coincidían con los del adolescent­e promedio que se revela contra sus padres. Yo me sentía dividida en dos. Y tanto el mundo de los límites como el mundo de la libertad habían probado ser para mí una desilusión. Ninguno funcionaba como el refugio que buscaba. La mala noticia era que, hasta el momento, no existía solución posible. Por lo menos para mí.

Maestro no se nace, maestro se hace. Creo que subestimam­os su función. Ser un maestro no es saber de matemática y enseñar a sumar. Es quien despeja caminos y estimula el descubrimi­ento de nuevos. Quien advierte que el error o el acierto siempre son crecer. Más que una terapeuta, Mabel -otra psicóloga que tuve más adelante- fue una maestra para mí. Una inspiració­n que, en un primer momento, recibí de la forma más reacia. Fue ella quien me contó sobre hadas y genios, sobre ogros y brujas, y me enseñó cómo desarrolla­r herramient­as para que me crecieran alas propias. Quien quisiera volar solo, debería aprender a hacerlo antes. La magia no existiría, pero llevarse el mundo por delante arrasando con todo, tampoco.

El tiempo solo sirvió para asentarme sobre mis propios pies. Descubrí cómo dejar de cargar los mundos de mis padres sobre mis hombros, para empezar a cargar el mío. Después de sentarme horas y horas conmigo comprendí que, erróneamen­te, la que creía ser una superheroí­na era yo. Papá no resultó ser ni superhéroe ni supervilla­no. Me gusta llamarlo “superhuman­o”. Y no me sorprende que este término de mi invención mezcle letras de los dos anteriores. Me costó entender que al fin y al cabo, los héroes no existen. Y las hadas no se transforma­n en brujas de un día para el otro.

Al final, entendí que el refugio que necesitaba era únicamente yo misma y que jamás iba a encontrarl­o en otra parte. Que los mundos de mis padres eran diferentes pero que yo era una sola, habitante de uno propio que combinaba partes de los dos. Descubrí mi mundo. Así llegué a la conclusión de que siempre hubo magia dentro de mí. Pero esta clase de magia no es para nada tradiciona­l. No es de la que transforma sapos en príncipes ni calabazas en carruajes. Es de esa que me hace ver en cada obstáculo un cimiento firme sobre el cual erigirme. En cada locura una mera razón. En cada superhéroe un gran superhuman­o. ■

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Con mamá. La autora (der.) junto a su hermana, hoy su mejor amiga.
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Con papá. Un día de frío, buscando refugio cerca del hogar a leña.
 ?? ANDRÉS D’ELIA. ?? Cambios. En un dibujo de su familia obvió incluir a su madre ¿No la veía en ese rol? Ya grande, le molestaron los límites del padre.
ANDRÉS D’ELIA. Cambios. En un dibujo de su familia obvió incluir a su madre ¿No la veía en ese rol? Ya grande, le molestaron los límites del padre.

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