El amor y sus metáforas

Alguna vez critiqué a los padres de un amigo por demasiado conservadores, por vivir una religión más oscurantista que luminosa. Sentía que lo perjudicaban. Un psicólogo conocido me hizo (re)pensar mi prejuicio: “No es tan definitorio que sean estrictos. Lo importante es si ellos creen en eso o si lo hacen por pura apariencia. Para un chico lo más grave es educarse con ideas que siente falsas, que se proclaman pero no se cumplen”.

Lo recordé cuando Justina me acercó su texto. Ella reconoce que debía cambiar de chip cuando pasaba de la casa materna a la paterna. No parece hoy, sin embargo, demasiado afectada por esa dualidad. Sus padres habrán sido polos opuestos pero cada uno creía en su modelo. Eso no genera desmanes interiores, sólo algún desajuste ante tanta pluralidad que no hace mayor daño. Y hasta enriquece.

Hay muchas maneras contrapuestas de dar amor. No hace mucho me contaron una que conmueve. Una familia trabajadora, años 60. El hombre logra ahorrar unos pesos -algo que sucedía poco- y con ese dinero le compra un collar de perlas a su esposa. Ella, como primera reacción, se enoja: “¿Por qué no guardaste ese dinero para cuando lo necesitemos, para alguna urgencia?”. El collar era precioso pero no daba seguridad. Aunque para él sí: la seguridad de, al menos una vez, regalarle una joya a la mujer que amaba. Eso era disfrute y pensaba que lo merecían.

Amores divergentes. Y amores que a veces necesitan del dolor. Cuando un chico quiere dormirse siempre en la cama de sus padres, por ejemplo, llega un momento en que no termina de crecer: el cordón umbilical sigue estando allí simbólicamente. Cuentan que a veces hay llantos y protestas en las familias porque esos hijos -de noche- preferirían vivir en un monoambiente para estar todos juntos. Una mirada ligera del amor diría, ¿por qué no? Un amor más profundo sabe que querer es, ante todo, enseñar a despegar. Aunque a veces cueste, cierto.