El aire de afecto y contención de las peluquerías
Para algunas es un sufrimiento; un lugar en el que se pierde tiempo y en el que no hay más remedio que ejercer el arte de la paciencia, bastante devaluado en estos tiempos de intolerancia y apuros. Para muchas otras, sin embargo, ir a la peluquería implica el gozo anticipado de un momento de placer y distensión, que se disfruta más allá de la frecuencia con que se lo emprenda, y que tiene que ver con algo que excede largamente la destreza con que un par de manos enjabone y masajee cabellera y cuero cabelludo, la habilidad con que otro par de manos alise, corte, ondule, complete un estupendo brushing, coloree impecablemente o deslumbre con un estilismo superior, o la maestría con que un tercer par de manos haga lo suyo esmaltando uñas con los colores más osados de la temporada.
Y es que, sin quitar ni un ápice de mérito a todo lo antedicho, el ritual propiamente dicho de la peluquería tiene menos que ver con lavado, secado y peinado que con una suerte de comunión, de pacto tácito establecido entre clientas, y entre las clientas y los dueños de aquellos pares de manos citados más arriba que, puestos en acción, suelen convertirse en pares de oídos que escuchan confesiones, de brazos que consuelan, de hombros que se prestan para llorar, tal como muestra Herbert Ross en “Magnolias de acero”.
Esta película, con un elenco de lujo, captó cabalmente el espíritu de mancomunión que sobrevuela ese espacio de perfumes entremezclados, ese gabinete de alquimias varias, apto para la catarsis, el afecto, la contención y, por qué no, al amparo de la belleza, también el conjuro de la muerte.