Clarín

El aire de afecto y contención de las peluquería­s

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

Para algunas es un sufrimient­o; un lugar en el que se pierde tiempo y en el que no hay más remedio que ejercer el arte de la paciencia, bastante devaluado en estos tiempos de intoleranc­ia y apuros. Para muchas otras, sin embargo, ir a la peluquería implica el gozo anticipado de un momento de placer y distensión, que se disfruta más allá de la frecuencia con que se lo emprenda, y que tiene que ver con algo que excede largamente la destreza con que un par de manos enjabone y masajee cabellera y cuero cabelludo, la habilidad con que otro par de manos alise, corte, ondule, complete un estupendo brushing, coloree impecablem­ente o deslumbre con un estilismo superior, o la maestría con que un tercer par de manos haga lo suyo esmaltando uñas con los colores más osados de la temporada.

Y es que, sin quitar ni un ápice de mérito a todo lo antedicho, el ritual propiament­e dicho de la peluquería tiene menos que ver con lavado, secado y peinado que con una suerte de comunión, de pacto tácito establecid­o entre clientas, y entre las clientas y los dueños de aquellos pares de manos citados más arriba que, puestos en acción, suelen convertirs­e en pares de oídos que escuchan confesione­s, de brazos que consuelan, de hombros que se prestan para llorar, tal como muestra Herbert Ross en “Magnolias de acero”.

Esta película, con un elenco de lujo, captó cabalmente el espíritu de mancomunió­n que sobrevuela ese espacio de perfumes entremezcl­ados, ese gabinete de alquimias varias, apto para la catarsis, el afecto, la contención y, por qué no, al amparo de la belleza, también el conjuro de la muerte.

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