Clarín

Allí donde cualquiera puede portar un arma y el miedo está a la vuelta de la esquina

Francotira­dores en Pittsburgh. Todo transcurre bucólicame­nte en un barrio de una ciudad estadounid­ense, hasta que nos topamos con imágenes que acechan.

- Betina González

En el centro del terror siempre hay una casa. Embrujada, abandonada, habitada por fantasmas, esperando a la nueva, incauta pareja que decida criar a sus hijos en ese pueblo en apariencia perfecto donde, sin embargo, los espera la ruina.

Desde los relatos de Edgar Allan Poe hasta las películas más recientes de ese género, la casa (no el castillo ni la mansión) se ha vuelto el epicentro del mal. En esta sustitució­n del escenario gótico por naturaleza quizás se cifre una caracterís­tica muy americana: el terror ya no tiene la forma (europea) de un noble decadente como Drácula, no es tampoco una excepción, ni algo extraordin­ario. Nada como el silencio y la tranquilid­ad de lo doméstico, cuenta Carmen Pinedo Herrero en La arquitectu­ra del miedo, para que lo fantástico nos tome por asalto. En ese privilegio de la casa como posibilida­d siniestra hay, más allá del intertexto freudiano, también una reflexión sobre la familia nuclear, las dinámicas de esta tríada-madre-padre hijo como la fuente de un amor que no podemos nombrar y que, con frecuencia, nos aterra.

En el barrio en el que crecí no había una casa de esas caracterís­ticas. El miedo era otra cosa, mucho más real y más argentino. Tenía que ver con crónicas policiales y políticas, sobre todo con la policía y la posibilida­d de desaparece­r de un día para el otro. El escenario de ese miedo era difuso. Todavía lo es: equivale al mapa del país entero.

En cambio, en Bloomfield, el barrio en el que viví en Pittsburgh, había una casa que para mí simbolizab­a todo aquello que había que temer en Estados Unidos. No se parecía a las de las películas excepto en el hecho de que era bastante antigua. La madera exterior estaba pintada de gris. Tenía esas ventanas rectangula­res y alargadas típicas de las construcci­ones de los años veinte. Nada fuera de lo común, excepto que en el último piso alguien había colocado contra el vidrio tres figuras de cartón casi idénticas: un hombre de bigotes, vestido con una camisa a rayas que empuñaba una ametrallad­ora. Si la broma se hubiera limitado a la repetición, creo que la casa no me hubiera generado tanta inquietud. Lo que la volvía en verdad siniestra era que la figura del medio tenía puesta una máscara de payaso.

Ese detalle era el que me interpelab­a cada vez que pasaba por el frente. ¿Quién vivía ahí? ¿Qué querían decir los francotira­dores en la ventana?¿Eran una decoración de Halloween que alguien había olvidado retirar? ¿Eran una amenaza, una broma, una ironía?

El emplazamie­nto de la casa en una colina hacía que las figuras fueran lo primero que se veía al llegar al barrio. Eran ineludible­s. Además, estaban sobre la avenida Friendship. No creo que el dato haya sido una casualidad para el autor de la obra. No había nada de amistoso en la decoración que había elegido para sus ventanas. En un país donde cualquiera tiene un arma, donde los episodios de violencia social más visibles tienen casi siempre la forma de un hombre (blanco) que elige vengar sus frustracio­nes cargándose tantas vidas como pueda en una escuela o un cine, los francotira­dores de papel eran una advertenci­a demasiado real. De hecho, la masacre ocurrida en Las Vegas hace unos días no hace más que reforzarla. Las redes están llenas de estupefacc­ión: nadie entiende cómo Stephen Paddock se transformó “de contador jubilado en uno de los asesinos más letales de los Estados Unidos”.

Averiguand­o ahora sobre el origen de la figura con la ametrallad­ora en Pittsburgh, descubrí que tiene nombre propio: el hombre del bigote se llama Izzy y es uno de los blancos favoritos para la práctica de tiro del Servicio de Seguridad Diplomátic­a de EE. UU. Fue creado y bautizado en honor a un instructor de esa institució­n. Se puede comprar por veinte centavos en las armerías online, que también ofrecen blancos humanos más realistas, a todo color: un negro apuntando con revólver, un blanco con un cuchillo, una adolescent­e en camiseta, un rubio con dos chicas de rehén. Productos ajustados a las fantasías de violencia urbana que el cliente prefiera. En cuanto al payaso, no hace falta ponerle nombre propio: desde It sabemos que es la máscara estadounid­ense favorita del loco, el perverso o el asesino serial.

Shirley Jackson, la autora de algunas de las historias más inquietant­es que yo haya leído, cuenta que en un viaje en tren a Nueva York vio una casa tan espeluznan­te que tuvo pesadillas durante todas sus vacaciones y decidió regresar en el tren nocturno por miedo a volver a verla. En ese momento estaba trabajando en una novela sobre una casa maldita: The Haunting of Hill House que, según Stephen King, es una de las mejores novelas de terror del siglo XX. Para escribirla, fue fundamenta­l esa visión desde la ventanilla de un tren. “Lo que me había hecho sentir ese edificio horrible era un comienzo excelente para aprender cómo se sentía la gente cuando se topaba con lo sobrenatur­al”, cuenta la autora.

En cuanto a mi propio epicentro del mal en Pittsburgh, basta decir que Izzy y sus amigos permanecie­ron firmes en sus puestos durante los seis años que viví en ese barrio. Nunca supe quién era el dueño de la casa. Ni siquiera se me ocurrió averiguarl­o. Con los francotira­dores tenía suficiente: eran un recordator­io demasiado efectivo de que, en ese país, la mayoría de las veces, el terror es tu vecino. No el monstruo, el castillo o la casa encantada sino el adolescent­e harto de que lo burlen en la escuela, la profesora a la que le negaron una cátedra fija y vuelve al campus con un rifle, el cincuentón que confiesa en su blog que lleva veinte años sin sexo y acto seguido se va al gimnasio con una Glock que descarga sobre un grupo de mujeres en una clase de aerobics. No viví esos episodios más que en las noticias, pero fueron otra manifestac­ión de la misma angustia que esa casa en la avenida Friendship ya me había hecho sentir con apenas tres siluetas de cartón en las ventanas.. ■

Betina González es escritora. Premio Novela Clarín 2006.

Izzy y sus amigos permanecie­ron firmes en sus puestos durante los sesis años que viví en ese barrio... era un recordator­io demasiado efectivo de que, en ese país, la mayoría de las veces, el terror es tu vecino”

 ?? JORGE AZCARATE ?? Casas embrujadas. Imágenes en las ventanas de una casa de la Avenida Friendship, en Bloomfield. El terror puede ser tu vecino
JORGE AZCARATE Casas embrujadas. Imágenes en las ventanas de una casa de la Avenida Friendship, en Bloomfield. El terror puede ser tu vecino

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