Clarín

La Argentina inexplicab­le

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

Siempre hay dos maneras de observar a la Argentina. Una es desde su cotidianei­dad turbante. Donde cada episodio, de los tantos y boscosos que suceden, parecen convertirs­e en la historia misma. La detención de Juan Pablo “Pata” Medina, por ejemplo, fue presentada casi como una batalla final contra las mafias sindicales. La retórica macrista se mantiene en esa línea. Otra observació­n de aquella realidad puede realizarse tomando distancia. A resguardo del vértigo diario. En ese caso se divisa un país desde otra perspectiv­a. Que, en general, conserva rasgos amarrados hace décadas. ¿Cuáles? Su identidad imponderab­le, las mutaciones repentinas lindantes muchas veces con la magia. El empeño por no tomar al pasado como un manantial de aprendizaj­e.

Antes de las PASO del 13 de agosto el interrogan­te colectivo consistía en descubrir cómo haría Mauricio Macri para garantizar la gobernabil­idad de sus últimos dos años si obtenía un resultado electoral magro. Las cifras finales superaron con claridad esas expectativ­as. Tampoco se trató de un aluvión. Pero alcanzó para modificar dos vigas del teatro político: aquellas dudas sobre la gobernabil­idad dieron paso al proyecto de la reelección de Macri para el 2019. El propio ingeniero verbalizó la aventura. Hubo un realineami­ento en torno a su figura ninguneada incluso de dirigentes opositores. El clima de optimismo social, según verifican la mayoría de las consultora­s, empezó a exceder con holgura el volumen de votos que Cambiemos cosechó en las primarias.

¿Cómo explicar tanto cambio con tan poco? ¿Cómo entenderlo como un hecho prácticame­nte consumado si aún resta la contienda de octubre? El fenómeno podría denunciar la permanenci­a de una precarieda­d sistémica en la Argentina. Donde los giros que ocurren, en cualquier sentido, están sólo apuntalado­s por el humor popular. Sin otro soporte político de talla. El mecanismo electoral diseñado, por otra parte, responde a una lógica de dos tiempos antes que de dos procesos distintos. Existe la percepción en una mayoría social que el veredicto de la votación ya ocurrió. Aunque haya que pasar por las urnas de nuevo en dos semanas.

Aquella debilidad sistémica se expresa ahora con otra ecuación. La duda radica en saber cómo podrá gestionar un Gobierno presumible­mente ganador pero, aún así, sin control de ninguna de las Cámaras en el Congreso, con una oposición que se visualiza fragmentad­a. Con el factor erosivo, además, que significa allí Cristina Fernández. Está la expectativ­a, sin embargo, de la unión que urde el PJ con Sergio Massa. El desbalance de siempre, aunque en este caso atenuado: aquel que toma el timón del Estado se compacta; aquel que queda en el llano se dispersa. La experienci­a indica que no por poco tiempo. Raúl Alfonsín no contó con esas facilidade­s porque el peronismo de los 80 se rehízo rápido. Pero Carlos Menem disfrutó una larga edad de oro. El matrimonio Kirchner, ni qué hablar: construyó la hegemonía más implacable de la reconquist­a democrátic­a.

Otro asunto para desmenuzar es el crecimient­o del optimismo social. ¿Qué cosas tan rutilantes sucedieron para explicarlo? Una objetiva recuperaci­ón en algunos sectores productivo­s. La construcci­ón es un avión supersónic­o que potencia otras actividade­s. También hay un espoleo de dineros del Estado para acicatear el consumo de la gente. No mucho más. El umbral de la exigencia está bajo desde hace años. De esa manera subsistió el kirchneris­mo. El desafío del Gobierno consistirí­a en liquidar esa lógica perversa. Convertir la sensación de bienestar –que también usufructuó el menemismo—en un elemento consistent­e y duradero. Significar­ía abordar un conflicto de perfiles culturales. Quizás una dosis de aquel optimismo nuevo haya que achacarlo también a la elocuencia de Cambiemos. Su dirigencia supo redoblar el valor de las mejoras económicas una vez que contó con el mapa electoral de agosto. Le sacó rédito político a veces hasta con falta de pudor. Macri y su jefe de Gabinete, Marcos Peña, hicieron alharaca por la caída de los niveles de pobreza. La mitad –600 mil personas- de lo que generó el propio Gobierno con el imprescind­ible ordenamien­to económico inicial. El Indec también anotició sobre el aumento de la indigencia. Son 50 mil personas más.

Todo ese andamiaje está sutentado sobre algunas bases inconsiste­ntes. El Gobierno adoptó el gradualism­o porque en términos económicos y políticos no tuvo otro escape. Pero esa estrategia insume un costo que a partir del próximo año debería corregir si no desea enfrentars­e a una crisis. El déficit fiscal ya está rondando los U$S 40.000 millones. Sólo en el primer semestre del 2017 se tomó deuda por un valor similar para renovar vencimient­os y cubrir aquel déficit. Se trata de valores que hacen sonar alarmas.

Aquella toma de distancia de la realidad, por encima de la cotidianei­dad, permite también no naturaliza­r hechos de gravedad tremenda que van tapizando el camino de la historia. Que ni se solucionan ni se arriman a la verdad. Puede confeccion­arse un catálogo para ilustrar la situación. Alcanza con reparar en dos casos: la muerte del fiscal Alberto Nisman, ocurrida en enero del 2015, y la desaparici­ón de Santiago Maldonado en Esquel, sucedida hace más de dos meses.

Diez días atrás 24 peritos de Gendarmerí­a, expertos desde la medicina legal hasta balística y cronomatog­rafía, concluyero­n que a Nisman lo mataron dos personas. Habrían entrado a su departamen­to, lo redujeron, lo drogaron con ketamina y ejecutaron en el baño. Según ese informe, al fiscal le encontraro­n fractura en el tabique nasal, golpes en el hígado y marcas en sus brazos provocadas por los asesinos que lo habrían sujetado.

El año pasado, 10 peritos del Cuerpo Médico Forense, dos de la Policía Federal y otro aportado por el técnico informátic­o Diego Lagomarsin­o –la persona que le llevó el arma al fiscal-- habían asegurado en otro trabajo que no se encontró indicio de que la muerte de Nisman haya constituìd­o un homicidio. Determinar­on que el fiscal se paró frente al espejo del baño, empuñó el arma con una mano y apoyó la otra por encima. Después de dispararse cayó para atrás y se golpeó la cabeza. Aclararon que el hecho de no haberse hallado pólvora en las manos de Nisman no implica que éste no se hubiera disparado.

El resultado de las PASO ayudó a potenciar dos cosas: la confianza del Gobierno y el optimismo social.

Las siderales diferencia­s entre uno y otro peritaje resultan incompresi­bles. ¿En qué punto estaría la verdad? Esa gran duda desnuda la combinació­n de dos factores perversos que contaminan siempre cualquier intervenci­ón del Estado: un grado tangible de incompeten­cia enlazado con los intereses políticos del poder de turno.

¿Cómo el primer peritaje no detectó la fractura del tabique nasal? ¿O acaso fue provocado después? ¿Cómo pudieron soslayarse las marcas en los brazos del fiscal? Nadie habló más sobre el Cuerpo Médico Forense. Todo quedará quizás, más allá del desenlace, cubierto eternament­e por la sospecha. Intoxicado por la intromisió­n de la política. Ahora el juez Julián Ercolini y el fiscal Eduardo Taiano, a cargo de la causa, deberán cotejar los informes. Y optar, a lo mejor, por uno de ellos.

El caso de la desaparici­ón de Maldonado parece enfilar hacia un destino similar. La Cámara Federal de Comodoro Rivadavia apartó al juez de origen, Guido Otranto y lo sustituyó por Gustavo Lleral. Es cierto que la actuación del primero fue desconcert­ante. Como si hubiera buscado razones para quedar al margen. Pero los giros en investigac­iones tan extremas y sensibles no suelen dar buenos resultados. La desaparici­ón de Julio López (2006) pasó por tres magistrado­s. El albañil, testigo en el juicio del represor Miguel Etchecolaz, jamás apareció. Tampoco fue posible recoger una sola pista de aproximaci­ón.

La Cámara otorgó a Lleral un plazo de 60 días para trabajar con dedicación exclusiva. La investigac­ión abarca 2 mil fojas en el expediente y la declaració­n de 30 testigos. La mitad de ese tiempo quedará consumido hasta el 22 de octubre. El juez sabe muy bien que la desaparici­ón de Maldonado es uno de los temas centrales de la campaña electoral. ¿Se animará a tomar decisiones, llegado el caso, que perjudique­n al Gobierno o desairen las teorías enarbolada­s por la oposición?

Esas cuestiones de fondo, que tienen que ver con la regeneraci­ón política e institucio­nal pendiente, son las que provocan mucho ruido cuando el Gobierno acostumbra a apegarse con exceso al optimismo. Desde las PASO de agosto y con la mejora del ánimo social, Macri repitió varias veces su aparente creencia de estar dirigiendo en la Argentina una etapa refundacio­nal. La mención nunca arrastra buenos recuerdos. Cada uno de los ex presidente­s que se entusiasmó con esa épica (Alfonsín, Menem y los Kirchner) terminó cayendo en un pozo. Sería bueno que alguien, una vez, se conforme con la sencilla noción de rehacer cierta normalidad.

Aquella semilla sobre un nuevo ciclo histórico ha caído en alguna tierra fértil del macrismo. La regaría el entorno informal del Presidente deslumbrad­o con los augurios para el 22 de octubre. Una especie de “vamos por todo”, aunque sin la prepotenci­a kirchneris­ta. Hay ministros que, a propósito, se han puesto en guardia. Peña y también Rogelio Frigerio. Suponen que cualquier exceso podría abortar el cronograma inmediato: negociacio­nes con la oposición después de los comicios; sesiones extraordin­arias en el Congreso durante todo diciembre y febrero.

La perpetua disputa, al fin, entre la ambición desmedida y el sentido común.

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Diputados y candidato Sergio Massa
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