Clarín

Amigos del otro lado de la grieta

- Vicente Palermo Politólogo e investigad­or del CONICET. Presidente del Club Político Argentino

No tengo experienci­a en destrucció­n de amistades. Tengo experienci­as, recientes y dolorosas, de perderlas contra mi voluntad. ¿Debo atribuir esas pérdidas de amistades profundas, algunas de toda la vida, a la grieta política?

La cuestión tiene mucho de misteriosa. La base de la amistad sólida está dada por compartir un núcleo de valores decisivos. Pero también pueden explicar la amistad otros componente­s que permiten una poderosa identifica­ción: un valioso pasado común, modos de ser, atributos y virtudes. Las amistades verdaderas no están sostenidas en meros intereses.

Entonces, ¿la amistad se rompe porque los valores del otro o los propios han cambiado? Nuestro amigo se está dejando corromper, o está dejándose seducir por el canto de las sirenas de una creencia abominable y ya no vemos en él al de siempre. ¿O la amistad se rompe porque descubrimo­s, en cualquier curva del camino, que los valores de nuestro amigo no son los que creíamos? Se casa y resulta que es golpeador.

En el primer caso, tiene lugar un cambio endógeno; en el segundo, se revela un horror que antes no veíamos. Pero ¿qué decir entonces de la ruptura de la amistad provocada por la diferencia política?

Algo bastante terrible: tu posición política está basada en valores que no son los míos; por lo tanto, ya no podemos ser amigos. Sea que tus valores hayan cambiado, sea que yo descubra esos (dis)valores presentes en ti. Pero hay en esto algo que no es de buena fe. Porque en las rupturas políticas argentinas es difícil sostener que una de las personas ha cambiado, se ha corrompido, se ha vuelto racista, homofóbico, o que la otra ha descubiert­o en ella (dis)valores ocultos hasta entonces, como venalidad o cobardía moral. No, no; las personas no han cambiado ni hemos descubiert­o nada siniestro en ellas; la amistad de rompe por motivos que están presentes en el plano político puramente.

Esto parece muy primitivo; y sin embargo es lo que ha estado sucediendo. La ruptura política de la amistad es así una desfigurac­ión radical y burda de la clave schmittian­a: no puedo tener amigos en el campo enemigo. Si estás en el campo enemigo no podemos seguir siendo amigos, aunque seas el mismo de siempre.

Hay en este comportami­ento algo de extremadam­ente brutal. ¿Somos capaces de bancar al amigo que cae en el alcohol, o en la depresión, pero no al que cae en el extravío político? ¡En el extravío político según nos parece a nosotros, claro! Simplement­e, en la ruptura política hay sobre todo necedad: se produce una (des)amistad que nada tiene que ver con la base profunda que siempre da sustancia a la amistad.

Hay ocasiones en que aceptar al otro compromete nuestra identidad. ¿Podemos seguir siendo nosotros mismos si continuamo­s amigos de quien que se ha hecho racista, o proxeneta?

Pero si bajamos a tierra, las preguntas cambian: ¿nuestra identidad se pone en peligro si seguimos tratando a alguien que piensa diferente políticame­nte? ¿Tan débil es que no podemos correr los riesgos de mantener esa amistad? ¿Tan pusilánime­s somos que no bancamos una amistosa comunión con un “macrista” o un “kirchneris­ta”? Pero puede ser que nuestra identidad esté estructura­da por dogmas. Su despliegue nos haría descubrir que el que piensa diferente es un enemigo aunque sea un ami- go. Esta es una variante más del sinsentido. ¿Acaso hay entre nosotros identidade­s de ese tipo?

Muchas religiones tienen dogmas que, en clave ecuménica, no identifica­n a los no creyentes como enemigos. Y en la Argentina ninguna identidad política sostiene que los no partidario­s son enemigos. Eso es cosa del pasado; las identidade­s radicaliza­das de hoy, no llegan a ese extremo. No hay un mandato sobre la cabeza de nadie. Mantener o romper la amistad, no lo manda la política, se trata de una cuestión eminenteme­nte personal, que forma parte de la responsabi­lidad de cada quisque.

Pero a veces hay cuestiones que son constituti­vas de la identidad. Como determinad­as memorias; es inimaginab­le la identidad armenia sin la memoria del genocidio. Pero las identidade­s domésticas ¿nos presentan un problema de ese tipo? Decididame­nte, no. Y aun aquellos que creen que es así, están delante de personas concretas, y es a sus ojos, no a los de CFK o Macri, que hay que mirar. Porque, ¿acaso la amistad no es también constituti­va de nuestra identidad? ¿No somos en parte lo que somos porque tenemos los amigos que tenemos? Negar la amistad por razones políticas es, así, una decisión libre de la que somos responsabl­es: no somos capaces de ponernos en el lugar del otro, simplement­e porque no queremos. Una soberbia galopante: no puedo soportar que alguien que piense, no piense como pienso yo.

Así, la amistad no tiene tanto valor; prefiero actuar una ruptura auto celebrator­ia, un momento catártico que me confirma en mi identidad. Qué satisfacci­ón, dar rienda suelta a ese impulso. Todo esto tiene un nombre: necedad. Esta experienci­a ayuda a entender que podemos ser muy inteligent­es y muy necios al mismo tiempo. w

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HORACIO CARDO

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