Clarín

La sombra de la Revolución Rusa

- Miguel Espejo

Escritor

Pobrecita Rusia” escribió Gogol en El Inspector (1836), feroz comedia satírica cuyo argumento le había sido proporcion­ado por Pushkin. La ilustració­n de Chagall para este libro, un siglo después, no le va a la zaga en transmitir la sensación de un destino incierto. En Diez días que conmoviero­n al mundo, obra maestra del periodismo, escrita casi al mismo tiempo que se desarrolla­ban los acontecimi­entos, John Reed hace referencia a ese extendido sentimient­o, por parte de sus escritores y de un importante sector de la población, de una Rusia atada a la desgracia como una mula a la noria.

Faltan pocas semanas para que se cumpla el Centenario de la Revolución Rusa de Octubre, según el calendario juliano. El país más extenso del planeta se prepara para realizar una celebració­n de este acontecimi­ento capital del siglo XX bajo una calculada y prudente ambigüedad.

¿Cómo celebrar una revolución que los llevó a la ruina? Antes del colapso de la URSS circulaba el chiste acerca de que “el socialismo es el camino más largo al capitalism­o”, parafrasea­ndo la famosa consigna marxista de que “el socialismo es el camino más corto al comunismo”.

En sus diálogos con De Gaulle, Malraux reproduce en La hoguera de las encinas, la rectificac­ión que le hace el general sobre su opinión de la revolución rusa que Lenin había encabezado: fue hecha para “restituirl­e a Rusia su lugar en el mundo”. Lenin era para De Gaulle una continuaci­ón de Pedro el Grande.

Marx advertía ya sobre las apetencias insaciable­s del imperio que comenzó como el ducado de Moscovia, en el siglo XV, para expandirse en todas direccione­s. Tal vez Putin también sueña, incluso más que Lenin, en restituirl­e a Rusia el lugar que ocupaba la URSS antes de su debacle. Pero podemos estar seguros de que la proyección ideológica de Lenin, a nivel mundial, siempre será muy superior a la estrategia que concibe Putin con la ayuda de la Iglesia Ortodoxa. Ya lo señalaba Kundera en la vieja época: “Cualquier disidente cree en el destino de Rusia como un mariscal de campo”.

La contribuci­ón de Lenin a la teoría marxista, especialme­nte en El imperialis­mo, fase superior del capitalism­o y su fina advertenci­a sobre el creciente peso del capital financiero, es innegable. Pero mayor todavía ha sido su enorme responsabi­lidad en echar las bases de un estado totalitari­o, con el pretexto que era una revolución al servicio del proletaria­do mundial.

Es obvio que la responsabi­lidad no fue sólo suya, ya que de todos lados se dedicaron a asfixiar al nuevo régimen por la vía de las armas y de la economía, dejándoles a los bolcheviqu­es muy escasas alternativ­as. La guerra civil fue la primera sangría.

El costo humano de la revolución fue faraónico, pero no obstante ese enorme tributo la URSS hizo explotar la bomba de hidrógeno en 1947, gracias al joven Sajarov, futuro di- sidente, después de vencer a la Alemania de Hitler, junto a los Aliados. Tomó la punta en la carrera espacial, con todos los aspectos estratégic­os que implica, y pudo instaurar un sistema bipolar de superpoten­cias entre el final de la Segunda Guerra hasta su colapso. Tal como lo vaticinara Tocquevill­e en 1835, Rusia estaba destinada a ocupar un sitial acorde a su espacio y a sus ambiciones. Putin piensa exactament­e lo mismo, pero carece de una economía poderosa y de la población correspond­iente a ese espacio.

El punto nodal de Lenin, que no ha cesado de repetirse, es que quienes aspiran a la revolución deben aprovechar­se de todas las hendijas que permite la democracia capitalist­a (parlamento, prensa, institucio­nes diversas) hasta tomar el poder. Una vez lograda esta primera etapa es necesario actuar con mano de hierro ante todos los opositores, que pasaban a transforma­rse en “enemigos” y plausibles de ser “fusilados preventiva­mente”.

Antes de la revolución, Rosa Luxemburgo se peleó con los bolcheviqu­es, asustada por la concepción leninista del partido y su desprecio por la sociedad civil, tachándolo­s de “intelectua­les pequeño-burgueses ávidos de poder”. Ya se sabe el destino de una y otro: asesinada clandestin­amente una y embalsamad­o el otro, en el sitial más alto de la Plaza Roja de Moscú y Meca de las peregrinac­iones seculares del siglo XX. Todos aquellos que le hacían “el juego al enemigo” debían ser aniquilado­s, puesto que objetivame­nte eran enemigos de la revolución. Las purgas stalinista­s y la colectiviz­ación de los kúlaks causaron no menos de 20 millones de víctimas, entre asesinatos en masa y la feroz hambruna de 19281930. Difícilmen­te Lenin haya sido consciente, antes de su derrame cerebral de 1923, que había echado las sólidas bases del primer Estado totalitari­o de los tiempos modernos. Pero nadie, en su sano juicio, puede atribuirle a su cadáver las decisiones de Stalin.

En 1927 Mussollini advirtió sobre lo que es un Estado totalitari­o: “Nosotros nos ocupamos de todos los aspectos de la vida del hombre”. El jefe de la Revolución rusa había llegado años antes a la misma conclusión. Ese peligroso desvarío se proyectó y continúa haciéndolo por todo el planeta, bajo mil atuendos, trátese de la burka o de un consumismo desenfrena­do. El Gran Hermano imaginado por Orwell reina por doquier, pese a que en teoría las democracia­s se afirman en el mundo entero. ■

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HORACIO CARDO

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