Clarín

Mi gato se accidentó: yo me siento tan herida como él y me desespero por no lograr ayudarlo

Diálogo sin palabras. Con los animales domésticos tenemos complicida­d y nos comunicamo­s con el afecto, la mirada, los gestos. ¿Cómo hacerles entender que un cono en la cabeza es para protegerlo­s y no para molestarlo­s?

- Carolina Gruss

Ocurrió un martes a la noche. Yo había empezado a cocinar pero mi gato quería jugar. Se atravesaba en el camino, se ponía panza arriba reclamando atención, me arañaba suavemente pero con firmeza. Al final abrí la puerta para que saliera por el pasillo y volviera, como lo solía hacer, veloz y luminoso como un rayo. Y continuó así una y otra vez, corriendo, casi galopando y sin cansarse. Fue entonces que apareció de pronto el viento de la desgracia. Se cerró la puerta de un golpe justo en el momento en que el felino la cruzaba y su cola negra y larga quedó atrapada entre el marco y la hoja maciza. Escuché de inmediato un maullido de dolor como jamás había escuchado y que, a esta altura, no creo que pueda olvidar jamás.

Inicialmen­te no parecía algo grave. La cola estaba ligerament­e doblada cerca de la punta pero el gato la movía con aparente normalidad. Es más. Siguió jugando un tiempo y luego subió de un salto a la biblioteca y desde lo alto observaba. Me senté para cenar y desde lo bajo lo miraba tratando de encontrar alguna marca del accidente, alguna irregulari­dad en el comportami­ento.

Ya no tenía hambre. Me sentía culpable por lo que había pasado y por no haber sido cuidadosa. Estaba angustiada. Todavía no tenía idea del verdadero alcance que tendría lo ocurrido. A medianoche me acosté para ver televisión. El gato entró al cuarto pero no subió a mis piernas como siempre lo hacía. Se quedó en una esquina de la habitación, sombrío, entre la ventana y la mesa de luz. Observé que se lamía con insistenci­a. Pensé que era una forma de aliviar el dolor que podía sentir. Al final me acerqué para ver mejor y descubrí que tenía un corte profundo de más de cinco centímetro­s cerca de la punta de la cola.

La herida estaba abierta y se alcanzaba a ver el hueso. Entré en pánico. No sabía qué hacer. Lo primero, pensé, era limpiar la herida. Busqué un desinfecta­nte y me encerré con el gato en el baño. Traté de asegurarlo con las manos pero era imposible. Se me soltaba, movía la cola, mostraba las uñas y los dientes, casi gritaba emitiendo un sonido extraño que nunca le había oído. Terminé manchando el piso del baño con el Pervinox sin haber logrado lo que me había propuesto. Caí rendida y pensé cómo aquello que parecía tan seguro, tibio y eterno se había vuelto efímero y frágil. ¿Pasará lo mismo con todo lo que me rodea? Sin saber por qué me puse a llorar.

Vivo sola desde hace años. El gato, ahora con pronóstico reservado, llegó a mi casa recién nacido o casi. Me lo trajo una amiga de mi madre en febrero de 2015. No fue mi primera mascota. Hacía varios años había tenido otro gato llamado Molkas, una especie de tigre jibarizado con manchas blancas y grises. Al actual lo bauticé Grusswilli­s, un chiste que se le ocurrió a mi hermano jugando con el sonido de nuestro apellido y el nombre del conocido actor. A veces lo llamo simplement­e pequeño ser. Siempre me atrajo el misterio que encierran los gatos, esa manera secreta y sigilosa de ser y existir, ese aparente desinte- rés que se mezcla de repente con una curiosidad sin límites y una mirada filosófica que parece salida de un dios egipcio. Hay que vivir con un felino para entender de qué se trata.

Grusswilli­s llegó a mi vida cuando más lo necesitaba. Yo había renunciado a un trabajo y no tenía idea de lo qué quería hacer. Pasaba las horas encerrada en mi departamen­to, leyendo y escribiend­o un diario íntimo cada vez más desprovist­o de hechos. Por ese entonces leí una especie de poema anticipato­rio de Pablo Neruda que me emocionó. Duerme, duerme, gato nocturno/ con tus ceremonias de obispo,/ y tu bigote de piedra:/ ordena todos nuestros sueños,/ dirige la oscuridad/ de nuestras dormidas proezas/ con tu corazón sanguinari­o/ y el largo cuello de tu cola.

Lo cierto es que después del viento de la desgracia la tranquilid­ad y armonía que habíamos construido con mi gato se vio inte-

rrumpida. Lo llevé urgente a la veterinari­a en las primeras horas del día siguiente. Fue difícil sacarlo de la casa. Me arañó desde la puerta hasta la entrada del ascensor. Luego se quedó quieto. Sentía su corazón latir con fuerza.

“Tiene que dejarlo en observació­n”, dijo la doctora apenas le mostré la herida. Le pregunté si era grave. “Hay situacione­s que uno prefiere que no sucedan –me respondió secamente–. En un gato es deseable que se lastime en cualquier parte menos en la cola”.

Al principio no entendí lo que me quiso decir pero después lo supe. Regresar al departamen­to sin él fue el primer golpe. Para entretener­me organicé sus cajas, limpié el plato de comida, cambié las piedritas viejas por otras nuevas, barrí el piso donde todavía se veían manchas de sangre. A las dos horas fui a buscarlo. El gato estaba sobre la mesa de la veterinari­a, anestesiad­o, con los ojos abiertos y las

pupilas dilatadas. Tenía la cola vendada con varias vueltas y le habían puesto un collar isabelino –una especie de cono o embudo de plástico– y, para reforzar la tentación de quitárselo, le vendaron también las patas delanteras. La función del collar apunta básicament­e a evitar que el gato pueda morderse la cola y profundiza­r la herida.

Nunca había visto a un gato usar ese tipo de collar. Lo había observado en algunos perros pero no le presté demasiada atención. El lla

mado cono de la vergüenza –expresión populariza­da por una película de Disney– me parecía a simple vista inofensivo y hasta gracioso. Luego sabría que era una tortura para el gato y para mí. Llevé a Grusswilli­s en mis brazos como si fuera un bebé. Pesaba el doble o al menos eso parecía. Lo dejé en el piso del departamen­to sobre una toalla y esperé a que poco a poco se fuera despertand­o. Lo hizo tres horas después. Ahí empezaron sus dificultad­es para comer y tomar agua. Se tambaleaba hasta ir al plato y luego se quedaba observando los granitos de alimento balanceado sin saber cómo

acomodarse para agarrarlos con la boca o al menos sentirles el olor con el hocico. Le di algunos con mis manos y un poco de agua con ayuda de una jeringa.

Lo que vino después es una larga sucesión de días en los que Grusswilli­s se esforzó como pudo por volver a ser el gato que era a pesar de las dificultad­es. Es frustrante verlo chocar con paredes, sillas y muebles. Es triste verlo tratando de amasar las cobijas y mi ropa, queriendo comer sin poder, haciendo sus necesidade­s con dificultad. Vive en una situación de miedo constante y camina a ras del suelo, cargando resignado el isabelino como si fuera

un cepo. Con semejante embudo no se puede lamer, rascarse e higienizar­se y le cuesta apoyar la cabeza para dormir en las noches. Su situación se vuelve por momentos medieval. Es como si el collar remedara un castigo propio de la época isabelina. Y yo me siento como un verdugo de esos tiempos. Intenté e intento ser su compañera de siempre. Pero no es fácil.

Seguí con mis rutinas esperando que él volviera a ser quien era. Por ahora eso es imposible. No puedo dejar de observarlo. Si ensucia mi cama la limpio enseguida. Si no puede comer le doy su alimento con la mano. Si quiere subir a un mueble y se cae, lo ayudo. En las noches me despierto dos o tres veces para ver como está. El ya no maúlla como antes ni intenta entrar a mi habitación. Casi siempre está quieto como un buda a punto de convertirs­e en piedra. Un día le escribí un mensaje a la veterinari­a esperando algún consejo útil para amortiguar la depresión del gato. “Por qué no viene y hablamos”, me respondió ella. Entendí. La que estaba deprimida y necesitaba atención era yo. El gato se las arreglaba como podía y con sus limitacion­es, entre ellas la falta de lenguaje. Algo le duele pero no puede decirlo. El malestar se manifiesta en su quietud y a veces en su locura. Yo, al ponerle palabras a la situación, la estaba padeciendo.

Una semana después le quitaron la venda de la cola. La herida estaba seca y se estaba curando bien. “Podemos hacer una prueba –dijo la doctora–. Le quitamos el vendaje para que sane más rápido. Pero hay que dejarle puesto el collar”. Acepté con una mezcla de alegría y temor. Al menos era un primer paso hacia la curación.

Salí de ahí pensando que las cosas marcharían mejor. Observé al gato con atención y vi que estaba más animado así que decidí ir a estudiar. Al volver encontré rastros de sangre en el piso. Lo busqué y lo vi en mi cama lamiéndose la herida. Estaba sangrando. Al parecer Grusswilli­s no había reconocido su cola como parte de sí mismo y por eso la mordió, como si fuera un juguete, hasta quitarse un pedacito.

Me pregunté cómo había sido posible si justamente el objetivo del collar era y es impedir que se lastime. Pronto me di cuenta que para un gato decidido no hay freno posible. Busca la posición más sofisticad­a y alcanza su objetivo. Es tan flexible su cuerpo y tan larga su cola que sólo un collar aún más grande que el que le habían puesto podía evitar que se lastimara. Pero ni siquiera eso estaba garantizad­o.

Mientras intentaba curarlo nuevamente pensé entonces cuántas veces matamos algo nuestro, o, sin querer, hacemos daño a un ser querido sin percibir que así nos estamos autodestru­yendo. A diferencia del primer accidente esta vez el gato se veía especialme­nte alterado. En la veterinari­a fue casi imposible mantenerlo quieto. Peleaba y estaba furioso como nunca. No hubo más remedio que volver a anestesiar­lo. Duró poco la libertad.

Mientras era vendado otra vez la doctora dijo que la situación era difícil y que había que contemplar la idea de una amputación parcial. “La cola está sana –comprobó–. Tiene sensibilid­ad pero el gato no la siente como propia”. Me dijo que ella sabía que yo deseaba que Grusswilli­s fuera el de siempre. Le dije entre lágrimas que por ahora me bastaba con que estuviera bien y que si eso significab­a tener que amputarlo, bueno, que así fuera. A veces me pongo a pensar en todas las co

sas que quisiera olvidar. La imagen de la puerta cerrándose, el extraño maullido, la punta caída o ladeada, la sangre en el piso, la lucha por llevarlo a la veterinari­a, la probable amputación, el recuerdo de su hermosa figura anterior. Es más, quisiera olvidarme de todo el dolor que me han traído los animales que han pasado por mi vida. De Molkas, mi gato anterior muerto en los techos de Boedo; también de Pirata, el perro callejero de mi infancia, y de tantas cosas que ya no son. Casi con rabia llegué a pensar que sin memoria sería más sencilla la existencia, es decir, viviendo el puro presente y sin recuerdo alguno.

Pero por pura lógica me doy cuenta de que olvidarme de todo eso significar­ía también dejar de lado lo más lindo de la vida. Los recuerdos están conectados y renunciar a uno implica renunciar a todos. Para olvidarme del portazo tendría que olvidarme también de la llegada de Grusswilli­s a esta casa. Era tan chiquito entonces que cabía en la palma de mi mano. Para colmo tenía esos ojos azules de gato recién nacido que miraban casi hipnotizad­os los hilitos de agua cayendo en la rejilla. Tendría que olvidarme del calor de su cuerpo en mis pies y de las ganas de tenerlo junto a mí. Pensé una vez más. Olvidarse del dolor es también dejar de lado el amor que llega así, a través de un pequeño ser, de un tonto gato de largos bigotes y nariz rosada a quien quiero no como a un hijo sino como lo que es, un compañero de cuatro patas que tiene la fortuna, y acaso la desgracia, de vivir sin recordar. Ahora está en su caja, con los ojos cerrados,

como pidiendo que lo dejen ser. Es imposible saber si se va a recuperar o si será necesaria una amputación parcial. La veterinari­a dice que el proceso va a ser largo y que debo armarme de paciencia. Ella misma duda sobre cuál es el mejor método. Una cola sin vendaje sanaría más rápido pero sería vulnerable a los mordiscos. Una cola vendada nunca sanará del todo. En fin, como me dijo un amigo, tendré que confiar en la espera. ■

Vive en una situación de miedo constante y camina a ras del suelo, cargando resignado el isabelino como si fuera un cepo.

 ??  ?? Otro tiempo. Y otro gato. Carolina siempre se sintió muy cerca de sus mascotas.
Otro tiempo. Y otro gato. Carolina siempre se sintió muy cerca de sus mascotas.
 ?? RUBÉN DIGILIO. ?? Segundo intento. Apenas le quitaron la venda, el gato -pese a su collar protector- se volvió a lastimar la cola.
RUBÉN DIGILIO. Segundo intento. Apenas le quitaron la venda, el gato -pese a su collar protector- se volvió a lastimar la cola.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina