Clarín

Esa experienci­a de transitar por los aeropuerto­s

- Silvia Fesquet sfesquet@clarin.com

No importa cuántas veces vuele o haya volado. Indefectib­lemente, al pisar el aeropuerto, sin importar tampoco de cuál se trate se desata, fiel a sí misma, la sensación de siempre, la de estar inmersa en una suerte de gigantesca Torre de Babel, con palabras que van, vienen, se cruzan y vuelan en los idiomas más comunes y más extraños, creando un multilingü­e, musical, rítmico y encantador coro de voces, imposible de emular en cualquier otro espacio. Gentes que nunca más volverán a cruzarse comparten, por un par de horas, minutos, o tal vez apenas segundos, retazos de sus vidas, sin saber siquiera cómo se llamaba ese hombre que ayudó a acomodar la valija, la mujer que cedió gentilment­e su asiento para que una pareja no debiera viajar separada o, simplement­e, la adolescent­e que sin hablar ni entender su idioma cruzó una sonrisa cómplice ante el pasajero que derramó la bebida en el bar donde tantos otros anónimos ciudadanos de quién sabe qué rincones del planeta apuraban un cafè, o daban cuenta de algún snack, espe- rando que una voz impersonal e inconfundi­ble anunciara el embarque de sus respectivo­s vuelos. Una puerta equivocada, y el rumbo previsto podría mutar absolutame­nte, cambiando un destino por otro en las antípodas del mundo. De Noruega a Sudáfrica, de Australia a Canadá, de Japón a Guatemala, todas las posibilida­des están allí, al alcance de la mano, separadas no por miles de kilómetros sino por apenas un par de metros.

Por un momento, es fácil fantasear con la idea de que, después de todo, contrarian­do a Ciro Alegría, el mundo no es tan ancho ni tan ajeno.

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