La Europa que cruje en sus cimientos
Historiadora. profesora Jean Monnet ad personam Universidad de Bologna, representación en la Argentina
Las democracias se nutren de conflictos: 1. los presumen, ya que, al contrario de otros regímenes, ellas valoran las diferencias como elemento irrenunciable de sus sociedades; 2. los invocan, ya que su actuación se basa sobre la discusión (la discusión eterna tan desprestigiada por Carl Schmitt) y esta se conforma muy a menudo alrededor de clivajes, de elecciones entre distintas políticas que se basan, a su vez, en distintas interpretaciones del mundo, o sea ideologías.
Hay conflictos más negociables (cuyo objetivo crucial es el más-o-menos), que se dan en el ámbito social y económico, y conflictos menos negociables (del tipo uno-uotro), de índole étnica o religiosa. La existencia del primer tipo de tensiones no es una mala noticia. Más allá de lo que pensaba Marx, que presentaba a los conflictos de clase como contradicciones dialécticas, insolubles sino por el medio de una síntesis destructora de ambas, (que traería nada menos que la destrucción del capitalismo), producen integración, tal como lo reconocía Albert Hirschman. Los segundos son, evidentemente, más problemáticos.
Pero, al mismo tiempo, los primeros son conflictos objetivos, o sea se basan en hechos reales, por ejemplo en la diferencia de ingreso entre pobres y ricos; los segundos están en la cabeza de cada uno –se construyen paso a paso, sobre la base de experiencias históricas que no están más vigentes, de ideas recibidas, algunas veces falsas, de discursos retóricos. No por ser “construidos” estos conflictos son menos graves, ya que hablan a “las entrañas” de las personas y sus blancos son más alcanzables –atacar a un judío, por ejemplo, o a un musulmán.
Entre los beneficios del capitalismo industrial, contamos con el hecho de que creó las bases para que los conflictos étnicos y religiosos, que habían dominado Europa por largos siglos, perdieran su importancia frente a las nuevas grietas creadas por su desarrollo: ciudad/campo, propietarios/trabajadores.
El nacionalismo pre Primera Guerra Mundial (la unión sacrée de los franceses que develaba, en su nombre mismo, el afán teológico del poder que la sostenía), trató de encontrar una sali- da a estos conflictos, sin procesarlos. La apelación a la nación y a su indistinto “pueblo” pareció nivelar las diferencias. Pero quien haya leído los diarios y cartas de sus actores, sabe bien que la guerra de trinchera, a pesar de la mitología creada por los sucesivos regímenes autoritarios, enfatizó la diferencia entre oficiales (burgueses) y soldados simples (campesinos y obreros).
Aun mas, este mismo nacionalismo se volvió pesadilla durante las negociaciones de los tratados de paz, cuando los ganadores descubrieron lo difícil que era tratar de trazar las nuevas fronteras con la apelación al sentido de pertenencia nacional. No es extraño que, después de hablar mucho de referéndum populares (plebiscitos), se desarrollaron pocos, y con resultados poco adelantadores –la Alta Silesia, rico centro minero de Alemania, fue un caso ejemplar en este aspecto, ya que dio lugar a extensas violencias ante la consulta popular (1921) en la cual, finalmente, muchos polacos étnicos votaron a favor de quedarse con Alemania (Polonia volvía en aquel momento de nacer otra vez en cuanto estado independiente….).
Después de la Segunda Guerra Mundial, se trató más bien de poner mano a estatutos autonómicos (en el caso de Italia, por resolver la cuestión de la enclave alemana en su territorio) o a constituciones federales (en el caso de Alemania, para imponer un corsé normativo a todo futuro intento de centralismo autoritario). Al mismo tiempo, los dos estados se comprometieron a transferir sus poderes soberanos, en campos limitados pero sujetos a ampliación, a un novedoso sistema supranacional, las Comunidades Europeas, nacidas para cerrar la brecha entre la dimensión cosmopolita de la economía moderna y la introversión nacionalista de los estados autoritarios en el periodo entre las dos guerras.
Las Comunidades, tal como recientemente lo recordara Jean-Claude Juncker, presidente de la Comunidad Europea, se consolidaron como “comunidad de derecho”. Pero el derecho no resuelve ni los conflictos del primer tipo, ni aquellos del segundo, sino que, solamente, les brinda un marco cierto para hacerlo. La mitología nacida alrededor de la integración europea, tal cual aquella desarrollada después de la Primera Guerra Mundial, sirvió, de facto, para cubrir estos problemas; peor aún, sus recientes políticas pusieron la resolución de los primeros en manos de sus “expertos”. No hay que extrañarse que los segundos regresen hoy con venganza. ■