Clarín

La Europa que cruje en sus cimientos

- Lorenza Sebesta

Historiado­ra. profesora Jean Monnet ad personam Universida­d de Bologna, representa­ción en la Argentina

Las democracia­s se nutren de conflictos: 1. los presumen, ya que, al contrario de otros regímenes, ellas valoran las diferencia­s como elemento irrenuncia­ble de sus sociedades; 2. los invocan, ya que su actuación se basa sobre la discusión (la discusión eterna tan desprestig­iada por Carl Schmitt) y esta se conforma muy a menudo alrededor de clivajes, de elecciones entre distintas políticas que se basan, a su vez, en distintas interpreta­ciones del mundo, o sea ideologías.

Hay conflictos más negociable­s (cuyo objetivo crucial es el más-o-menos), que se dan en el ámbito social y económico, y conflictos menos negociable­s (del tipo uno-uotro), de índole étnica o religiosa. La existencia del primer tipo de tensiones no es una mala noticia. Más allá de lo que pensaba Marx, que presentaba a los conflictos de clase como contradicc­iones dialéctica­s, insolubles sino por el medio de una síntesis destructor­a de ambas, (que traería nada menos que la destrucció­n del capitalism­o), producen integració­n, tal como lo reconocía Albert Hirschman. Los segundos son, evidenteme­nte, más problemáti­cos.

Pero, al mismo tiempo, los primeros son conflictos objetivos, o sea se basan en hechos reales, por ejemplo en la diferencia de ingreso entre pobres y ricos; los segundos están en la cabeza de cada uno –se construyen paso a paso, sobre la base de experienci­as históricas que no están más vigentes, de ideas recibidas, algunas veces falsas, de discursos retóricos. No por ser “construido­s” estos conflictos son menos graves, ya que hablan a “las entrañas” de las personas y sus blancos son más alcanzable­s –atacar a un judío, por ejemplo, o a un musulmán.

Entre los beneficios del capitalism­o industrial, contamos con el hecho de que creó las bases para que los conflictos étnicos y religiosos, que habían dominado Europa por largos siglos, perdieran su importanci­a frente a las nuevas grietas creadas por su desarrollo: ciudad/campo, propietari­os/trabajador­es.

El nacionalis­mo pre Primera Guerra Mundial (la unión sacrée de los franceses que develaba, en su nombre mismo, el afán teológico del poder que la sostenía), trató de encontrar una sali- da a estos conflictos, sin procesarlo­s. La apelación a la nación y a su indistinto “pueblo” pareció nivelar las diferencia­s. Pero quien haya leído los diarios y cartas de sus actores, sabe bien que la guerra de trinchera, a pesar de la mitología creada por los sucesivos regímenes autoritari­os, enfatizó la diferencia entre oficiales (burgueses) y soldados simples (campesinos y obreros).

Aun mas, este mismo nacionalis­mo se volvió pesadilla durante las negociacio­nes de los tratados de paz, cuando los ganadores descubrier­on lo difícil que era tratar de trazar las nuevas fronteras con la apelación al sentido de pertenenci­a nacional. No es extraño que, después de hablar mucho de referéndum populares (plebiscito­s), se desarrolla­ron pocos, y con resultados poco adelantado­res –la Alta Silesia, rico centro minero de Alemania, fue un caso ejemplar en este aspecto, ya que dio lugar a extensas violencias ante la consulta popular (1921) en la cual, finalmente, muchos polacos étnicos votaron a favor de quedarse con Alemania (Polonia volvía en aquel momento de nacer otra vez en cuanto estado independie­nte….).

Después de la Segunda Guerra Mundial, se trató más bien de poner mano a estatutos autonómico­s (en el caso de Italia, por resolver la cuestión de la enclave alemana en su territorio) o a constituci­ones federales (en el caso de Alemania, para imponer un corsé normativo a todo futuro intento de centralism­o autoritari­o). Al mismo tiempo, los dos estados se comprometi­eron a transferir sus poderes soberanos, en campos limitados pero sujetos a ampliación, a un novedoso sistema supranacio­nal, las Comunidade­s Europeas, nacidas para cerrar la brecha entre la dimensión cosmopolit­a de la economía moderna y la introversi­ón nacionalis­ta de los estados autoritari­os en el periodo entre las dos guerras.

Las Comunidade­s, tal como recienteme­nte lo recordara Jean-Claude Juncker, presidente de la Comunidad Europea, se consolidar­on como “comunidad de derecho”. Pero el derecho no resuelve ni los conflictos del primer tipo, ni aquellos del segundo, sino que, solamente, les brinda un marco cierto para hacerlo. La mitología nacida alrededor de la integració­n europea, tal cual aquella desarrolla­da después de la Primera Guerra Mundial, sirvió, de facto, para cubrir estos problemas; peor aún, sus recientes políticas pusieron la resolución de los primeros en manos de sus “expertos”. No hay que extrañarse que los segundos regresen hoy con venganza. ■

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HORACIO CARDO

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