Clarín

Un reino de este mundo, con ustedes... el excepciona­lismo chino

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

En 1793 un veterano y muy señorial diplomátic­o y administra­dor colonial británico, George Macartney, llegó a China a la corte del emperador Qianlong. La intención del enviado de Londres era abrir una embajada en el Imperio del Centro. Macartney exhibió gestos de aprecio hacia el monarca, descubrió regalos y, con ellos, muestras de la producción de la por entonces flamante potencia industrial que ya era la mayor estructura comercial del globo. Pero Qianlong lo rechazó con desdén haciéndole notar al visitante que China no necesitaba de esas manufactur­as inglesas, ni del genio de la Revolución Industrial que había irrumpido tres décadas antes, y tampoco del vínculo diplomátic­o.

Quizá no fue una muy buena idea, la globalizac­ión no es solo de estos días, pero en aquellos años el imperio que conducía el monarca de la dinastía Qing reunía un tercio del producto bruto mundial de la época. Era decididame­nte el otro polo de la economía planetaria. La historia murmura que el atildado Macartney regresó con las manos vacías sin inaugurar su embajada, porque se negó a inclinarse ante un emperador que lo miraba desde esas alturas. Sin embargo, la sospecha más firme sobre ese resultado frustrante apunta a las visiones disidentes que esos imperios construían sobre la realidad de sus tiempos. Como sucede hoy.

Cuando hace años la revista The Economist, no el único medio pero si el más agudo en el repaso de esos capítulos de la historia, recordó aquel episodio, lo hizo vistiendo en su tapa con las ropas de Qianlong al actual líder Xi Jinping que acababa de alcanzar por primera vez en 2013 el poder total. China no se divirtió con el humor cáustico de la revista londinense que además había titulado sobre la imagen entorchada del novísimo líder “Vamos de fiesta como en 1793” y ordenó censurar y borrar de las redes bajo su mando cualquier vestigio de la publicació­n.

La anécdota es interesant­e también por lo que sugiere. El reinado de Qianlong, que concluyó unos años después de su encuentro con el enviado británico, fue el segundo más largo de la historia de China, solo superado por el de su abuelo Kangxi. El esplendor junto con la perpetuaci­ón, un destino que también parece seducir a Xi Jinping quien acaba de asumir el segundo quinquenio en el poder de un imperio que, como aquel, se constituye en la economía de mayor crecimient­o del presente. Con el agregado de que, al revés de lo que ha venido sucediendo con los anteriores líderes desde el final del maoismo, no sería este el último período de Xi, asumiéndos­e él también como un emperador de su imperio sin fecha de cancelació­n.

La historia del antepasado tiene una trampa que quizá fue lo que realmente molestó a la nomen- clatura comunista. La Qing fue la última de las dinastías imperiales chinas. Después vino la decadencia. Algunos académicos occidental­es remachan, precisamen­te, que para preservar su suceso, el actual Imperio del Centro debería modificar sus arquitectu­ras económicas y políticas. Pero en Beijing gobierna la noción de un excepciona­lismo chino diferente al que se atribuye EE.UU. El discurso de literal coronación de Xi esta semana en el 19 Congreso del PC, incluyó dos miradas que parecerían contradict­orias. La primera refiere a la ratificaci­ón de la apertura de la economía, la defensa del libre comercio y el repudio al proteccion­ismo que señorea en Occidente. La segunda, el énfasis en aclarar que China no girará a un liberalism­o duro ni atenuará el poder dirigente del Estado. El mensaje sintetiza el legado de “una nación dos sistemas” del cual este presidente es custodio. Su padre fue el ejecutor de la primera probeta capitalist­a y fue la mano derecha de Deng Xiao Ping, el rival de Mao y el timonel que transformó al país.

La historia de aquel imperio de Qianlong recuerda, pero por la inversa, otra anécdota que ilustra sobre el caudal de los cambios que se han montado en China y en el mundo, y de su ritmo. Es febrero de 1972 y hace frío en París. En un restaurant­e del centro de la ciudad cenan André Malraux y el senador Edward Kennedy. El tema de la larga sobremesa será el viaje inminente que el presidente Richard Nixon hará al gigante amarillo, la primera vez que un mandatario norteameri­cano llega a Beijing. El ex ministro de Cultura de De Gaulle, amigo de Mao según confiesa, y autor de ensayos sobre el experiment­o comunista chino, le dice en tono íntimo a un ansioso Kennedy: “Mao mirará a Nixon y hará la primera pregunta ¿está preparada la nación más rica del mundo a ayudar a una de las más pobres llamada China?” La anécdota, relatada por amigos del intelectua­l francés, gana aun más atractivo al notarse que sucedió un año antes de la rehabilita­ción de Deng; a cuatro de la muerte de Mao y a cinco de las célebres “cuatro modificaci­ones” (agrícola, industrial, científica y defensa) que convirtier­on a China de mendigo a millonario.

El excepciona­lismo chino tiene rasgos significat­ivos además de su impronta de absolutism­o imperial. Nunca antes una economía exhibió ritmos de crecimient­o tan altos, hoy en 6,8%, sin confrontar alguna enorme crisis que es lo que no está sucediendo, afirma el analista del Financial Times John Authers. Sostiene que eso es así porque las cosas funcionan diferente en un país donde el mercado y la economía están bajo control del Estado .

Durante su primer quinquenio Xi usó ese poder para profundiza­r el giro hacia una economía de servicios y consumo incrementa­ndo su clase media. Hace dos años el gobierno despegó, también, el yuan del dólar para cotizarlo respecto a una canasta de monedas que incluye al yen japonés, el dólar australian­o, la libra británica, el franco suizo y el euro. De tal modo que hoy circula 6% por encima del billete norteameri­cano. Fue el paso previo para su internacio­nalización. El FMI en 2015 elevó el yuan como moneda de reserva junto al dólar y la libra, pero aun resta un tramo del camino. El Estado mantiene la tutela sobre la paridad de la moneda demorando una maduración que se dará solo cuando la suelte totalmente.

Entre tanto, la dinámica de libre comercio y los méritos de la globalizac­ión que el régimen eleva como valores intocables, se acelerarán con la Nueva Ruta de la Seda. Esa espectacul­ar inversión estatal en 66 países para agilizar el comercio del gigante, recibió, por cierto, un inesperado apoyo de EE.UU. Cuando Donald Trump llegó al poder desactivó el acuerdo de libre comercio transpacíf­ico que había creado Barack Obama para proyectar la presencia de Occidente en el Asia Pacífico. China no estaba incluida en esa iniciativa de modo que Beijing fundó su propio pacto de apertura comercial. Hoy es el único que existe en el área por lo que ha venido afiliando a las mayores potencias de Occidente excepto EE.UU. De paso, el régimen creó una versión a su gusto de Banco Mundial para fondear esos proyectos al cual sumó, entre otros, a Gran Bretaña y Alemania.

Hay sombras y no son pocas. El crecimient­o chino se cimenta en un océano de créditos de futuro incierto. Pero el citado analista del Financial aclara que va disipándos­e el temor de que esa bomba de tiempo acabe en un estallido al es tilo del crack de Lehman Brothers en 2008. Lo cierto es que la deuda corporativ­a china equivale al 234% de su PBI. El desafío para Xi es continuar, como ha anunciado, sosteniend­o con la banca pública a empresas que en muchos casos son improducti­vas o a países que flotan por debajo del riesgo de inversión. Y al mismo tiempo reduciendo el nivel de riesgo en el sector financiero pero sin abandonar la clave central del crecimient­o.

The Economist acaba de colocar otra vez a Xi Jinping en su tapa y allí lo definió como el hombre más poderoso del mundo. Esta vez sin el chiste del antepasado y quizá con la sospecha de que las cosas, aún difíciles, pueden llegar a ser como se propone este Imperio que regresa. ■

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Plenos poderes. Xi Jinping.

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