Clarín

Uno empieza a fumar pero nunca deja: con suerte, aprende a vivir sin hacerlo. Yo hace diez meses que estoy en eso.

El autor no podía enfrentar el fantasma de la abstinenci­a. No sólo era la irritablid­ad y el desánimo sino también la sensación de que no iba a poder escribir más -su oficio- sin una cuota de humo.

- Javier Núñez

Habían llevado a mi viejo al hospital por un dolor en el pecho. Aunque los niveles de enzimas descartaro­n un infarto en progreso, pronto le detectaron una obstrucció­n arterial complicada que requería la colocación de un stent. Se suponía que se lo harían el martes, pero el sábado después del desayuno -mientras todavía estaba internados­ufrió un principio de infarto que apuró los tiempos y hubo que intervenir­lo de urgencia. Yo me estaba mudando: dejé todo y fui al hospital.

Afuera estaba mi tío José. Tiene tres cuartos de corazón: el resto se le murió en aquel infarto lejano que lo expulsó de la tropa de fumadores, tal vez por el 98. También mi viejo, por entonces, había dejado de fumar por un susto cardíaco que derivó en un hospital. Y aunque mi abuelo ya pasa los noventa tiene un bypass quíntuple. Cuando los cardiólogo­s me preguntan antecedent­es familiares no les digo sí: les digo puf.

Por eso, lo primero que dijo mi viejo cuando pude entrar, fue que dejara de fumar. —Dejá de fumar. No seas boludo.

Y por supuesto, lo primero que hice cuando salí, fue encender un cigarrillo. No me sentía inmortal. Simplement­e no me sentía capaz de otra cosa.

***

Eso fue en febrero del año pasado. Aunque venía pensando en dejar desde hacía un tiempo -incluso había tenido un intento, vareniclin­a mediante, que abandoné en menos de un mes y en medio de una crisis nerviosa- siempre encontraba una excusa para postergarl­o. ¿Cómo se escribe sin fumar? ¿Cómo se lee sin fumar? ¿Cómo se transita el placer, el sufrimient­o, el dolor, la soledad, la angustia, el insomnio, el tedio, la mañana?

Durante más de veinticinc­o años yo funcioné con algún tipo de combustión interna similar al de las antiguas locomotora­s de vapor. No me movía por el mundo si no era echando humo. Como si en esas bocanadas ásperas radicara el verdadero secreto de la energía que necesitaba. Todavía hoy, a más de diez meses, ese es uno de los cigarrillo­s que más extraño: el inaugural, el que encendía a modo de desayuno. Ese cigarrillo configurab­a el día, me reacomodab­a y armaba después de la fragmentac­ión y los desacoples que siempre produce el sueño. Recién entonces volvía a ser yo y podía salir a la calle.

Y un día eso terminó. El 18 de diciembre de 2016 apagué mi último cigarrillo. El mundo, entonces, se me reveló diferente.

Cuando dejás de fumar no se trata solamente de tolerar la abstinenci­a -ese zombie que te devora por dentro y que sólo se calma cuando le das lo que quiere-. No se trata sólo de los padecimien­tos en la retirada de la adicción (la irritabili­dad, la ansiedad, el desánimo, las dificultad­es para conciliar el sueño). Se trata, también, de aprenderlo todo de nuevo.

Yo que me las apañaba para fumar de cualquier forma y en cualquier momento -he llegado a fumar en la ducha, manteniend­o la mano con el cigarrillo fuera del alcance del agua, y una vez traté de escabullir­me para fumar en el balcón de un sanatorio mientras me reponía de una cirugía-, llevo meses aprendiénd­olo todo de nuevo. Aprendiend­o a andar con otro sistema de combustión. Aprendiend­o a ser mi versión diésel con la ilusión de dejar atrás, para siempre, la época en que funcionaba a base de echar humo por la boca.

***

Uno empieza a fumar pero nunca deja: con suerte, aprende a vivir sin hacerlo. Yo empecé a la edad más habitual -entre los trece y los catorce- y más o menos por los mismos motivos que todos. Es decir, por pura estupidez. Creía que me hacía parecer intrépido y aventurero como el bigotudo de las publicidad­es de Camel de los 80 o canchero y seductor como los de las publicidad­es de Phillip Morris con canciones de Eddie Sierra (en realidad no sé qué parecían los personajes masculinos de esas publicidad­es: yo estaba perdidamen­te enamorado de la chica de la lavandería que fumaba esos cigarrillo­s de 490 australes. Si para conquistar­la había que fumar Phillip Morris, estaba dispuesto al cáncer de pulmón, a las siete plagas de Egipto y a la discografí­a completa de Eddie Sierra).

Tratar de identifica­r un motivo concreto que me haya acercado al cigarrillo es una tarea tan dificultos­a como determinar los moti-

vos que me impulsaron a dejarlo. Puedo decir, sin embargo, que si un día apagué un cigarrillo con la más o menos firme determinac­ión de no encender ninguno más, mucho tuvieron que ver, además de los antecedent­es y sustos familiares: a) la perseveran­cia persecutor­ia de mi madre, que me preguntaba fin de semana por medio cuándo iba a dejar de fumar, me regalaba libros como “Es fácil dejar de fumar si sabes cómo” o me enviaba por mail gacetillas de cursos antitabaco; b) los sutiles golpes bajos de mis hijos, que como quién no quiere la cosa dejaban caer algún comentario sobre mi adicción al tabaco que era como una piña de Tyson; y c) la feroz insistenci­a de mi compañera, que sobrellevó con bastante aplomo el hecho de que yo tardara casi un año en imitarla en dejar el cigarrillo y en cambio boicoteara su retirada con mi tabaquismo persistent­e que hacía que hasta la cama oliera a cenicero, pero que al final se acercó peligrosam­ente al hartazgo y al ultimátum.

El mundo, por otra parte, tuvo el buen tino de luchar contra el tabaquismo y se volvió un lugar decididame­nte hostil para los fumadores. A uno no le queda otra opción que sentirse un paria en todas partes mientras asiste a la lenta pero inexorable retirada de todos los que se pasan de bando. Los subgrupos que en cada salida abandonan al grupo principal para ir a fumar cada vez son menos nutridos, van perdiendo soldados con el paso de los años o los enfisemas y uno a veces se encuentra solo, desafiando el viento helado de una noche de pleno invierno, y de pronto se pregunta por qué. Si cincuenta o sesenta años atrás encender un cigarrillo era visto como un acto de sofisticac­ión, hoy resulta un gesto anacrónico y casi medieval. El fumador es el bárbaro que come con las manos en un tiempo donde hace rato se impuso el uso de los cubiertos.

¿Dejé de fumar por esto? Claro que no. Mi madre me persiguió durante más de veinte años, de los golpes lograba reponerme y mi compañera no era la primera que trataba de empujarme a una vida menos autodestru­ctiva. Y los fastidios del mundo, bueno: el mundo tiene tantas cosas con las que me siento incómodo que no podía inclinar la balanza aunque atacasen a garrotazos a los fumadores en las puertas de los bares.

Supongo que pasé los 40 y aunque pocas cosas me seduzcan menos que la dictadura de la salud y sus gurúes, comprendí que había fumado durante más de la mitad de mi vida. Podría decir, como Alejandro Zambra, que el mo- tivo tuvo que ver con la cobardía y la ambición: “De pronto descubrí que quería vivir más. Qué cosa absurda, realmente: querer vivir más. Como si uno fuera, por ejemplo, feliz.”

Creo, sin embargo, que si me empeño en no fumar no es tanto por la ambición de vivir más años, sino por miedo a vivirlos demasiado mal. A lo que en verdad le temo no es al final, sino al epílogo.

Y eso no es poco.

***

¿Cómo se espera sin fumar? El próximo colectivo, el horario de comienzo de la película, el arribo de un tren. No consigo transitar los tiempos muertos sin querer apurarlos a pitadas. Una espera, sin embargo, fue lo que empujó a mi abuelo Rubén a dejar. Fue hace años, en el aeropuerto de San Pablo: a los fumadores se les asignaba un espacio cerrado que pronto se transforma­ba en una pecera de humo que no se despejaba ni a manotazos, donde el olor se le clavó como flechas en el preciso instante en que abrió la puerta. Ese fue el momento de inflexión en que comprendió que el cigarrillo lo transforma­ba en un «ciudadano de segunda».

 ?? JUAN JOSÉ GARCÍA ?? Hoy. Desde Rosario empieza a llevar su lucha con cierta hidalguía. Aprendió -dice- a reír y a hacer el amor sin fumar.
JUAN JOSÉ GARCÍA Hoy. Desde Rosario empieza a llevar su lucha con cierta hidalguía. Aprendió -dice- a reír y a hacer el amor sin fumar.

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