Clarín

El reflejo condiciona­do que impide ver

- Sensacione­s Daniel Ulanovsky Sack dulanovsky@clarin.com ***

– Particular­es 30, pedí con temor. Fue mi primer atado de cigarillos comprado en un kiosco, a los 14 años. Era enero, el calor devoraba y yo me preparaba para viajar –solo, por primera vez– a Miramar a casa de unos tíos. No necesito mirar la foto: llevaba una camisa marrón a rayas con un bolsillo donde poner los cigarrillo­s. Iba a fumarlos, quizás, en el colectivo (en esa época se podía) pero la idea era gastarlos en la playa. Ese era mi espejismo adolescent­e que prometía trasladarm­e al mundo adulto.

Llegamos a la estación; mis padres me llevaban y no regresaría­n a casa hasta que partiera. Murmullos, rumores. Algo pasaba. ¿Huelga? ¿Los que van la costa tampoco? Se rompió el sueño. Primero pensé que podría marchar a la mañana siguiente, o algo después. Pero el paro continuó un par de días y ya no. Del viaje que no fue me queda nada, sólo la tristeza, en ese momento, de que el salto adulto –vinculado a la quimera del tabaco– se hubiera truncado. Había soñado despierto con el inicio de mi adultez con humo en la playa.

El dolor de la frustració­n aún lo huelo cada vez que recuerdo aquella noche de no viaje. Fumé, más tarde, en otras geografías con y sin costa pero, como placer en sí, el cigarrillo jamás me entusiasmó. Siempre fue poco y nada y hace décadas que no pruebo uno, sin el me- nor esfuerzo. Pero como esas redaccione­s que escribimos algún día en la escuela y que las encontramo­s mucho tiempo después y nos producen un poco de vergüenza por hallar más de una banalidad, no puedo dejar de sorprender­me de la mía y, más aún, de la de toda una comunidad que la apañaba y le daba vida. Fumar valía la pena.

Mi hijo mayor está por cumplir doce años. A esa edad empezaba el coqueteo con el cigarrillo. Ni por asomo hoy parece un tema de interés. Algo bueno. Lo pienso y me siento incómodo; quiero buscarle la quinta pata a eso de que ahora es mejor. Sufro el reflejo condiciona­do –hombre de Pavlov al fin– de que la vida antes resultaba más simple y sana. Pues no, estaba errado: parece momento de pedirle al GPS que recalcule el pasado.

—Hay dos formas de estar en el mundo -me dijo-: del lado de adentro de ese vidrio y del lado de afuera.

Ese día yo supe de qué lado quería estar de ahí en más.

De todos modos no le fue fácil. Dice que dejó con un método de un paso. Era un curso de doce pasos de los adventista­s, pero mi abuelo sólo fue al primer encuentro: tiró el folleto a

la salida y siguió fumando. Cuando retomó la decisión, en lugar de volver con los adventista­s se propuso repetir el único paso que sabía una y otra vez, día tras día, como si fuera el primero en que había dejado de fumar. Ya se le olvidó también en qué consistía, pero sabe que lo repitió hasta que consiguió vivir sin fumar. Como si la abstinenci­a fuera algo que se impone a fuerza de repetición, inaugura cada mañana con la ilusión sostenida de que un día, por fin, se hace definitiva.

O con esa esperanza, a lo mejor, la transito yo.

Cualquier fumador sabe que no hay un buen momento para fumar: todos lo son y lo son por motivos contradict­orios. Se fuma cuando se está triste y se fuma cuando se es feliz; en situacione­s de estrés y en momentos de relajación; porque sí y porque por qué no; porque estás por subir al colectivo y porque te acabás de bajar. Aprender a no fumar es reconstitu­irse, plantarse en el mundo desde un lugar diferente.

Mis compañeros de oficina tardaron en notar que yo había dejado de fumar porque al principio salía a la puerta con la misma frecuencia que antes. Comía un caramelo, miraba pasar los autos, aguantaba las ganas de llorar, de gritar, de fumarme un cartucho de dinamita y estallar en mil pedazos. En general me iba a dar una vuelta a la manzana. A veces siento que lo hacía para soltar energía o tensión. Otras, en cambio, pienso que me escapaba y me perseguía a la vez. Como un perro a su propia cola.

***

Entonces, ¿cómo se espera, cómo se lee, cómo se escribe? ¿Cómo se transita el tiempo y el mundo sin fumar?

No lo sé. Igual lo intento. Aprendí lo que es leer sin fumar. Y también a reír con amigos sin fumar, hacer el amor sin fumar, angustiarm­e sin fumar, llorar sin fumar, emborracha­rme sin fumar, perder sin fumar. Pero durante un buen tiempo seguí sin poder escribir sin fumar. Era, creo yo, a lo que más miedo le tenía. Habían pasado meses y todavía, al volver del trabajo, miraba el escritorio de lejos, convencido de que era una misión condenada: yo pensaba entre el humo. No concebía otra forma. Creía, como Julio Ramón Ribeyro, que escribir era un placer complement­ario al placer de fumar. Y me pasé meses sin intentar una palabra. Llegué a pensar que la aventura de escribir se había terminado de golpe y para siempre aplastada contra el fondo de aquel cenicero de madera.

Una madrugada, atrapado en el desvelo recurrente de esos días en que amanecía a las cinco sin excepción, me aventuré a descubrirl­o. Frases escupidas entre dientes: un cuento intimista que por momentos parecía narrado por un personaje de un western de Clint Eastwood y que termina con un hombre y una mujer asomados a un balcón, al borde del amanecer, esperando algo que saben que no va a suceder. Mi primer texto libre de humo lo fue tanto por dentro como por fuera: después de años en que todos mis personajes se repitieran en gestos que involucrab­an un cigarrillo, el primer personaje de mi abstinenci­a fue, por supuesto, uno que intentaba dejar de fumar. Pero había vuelto a escribir.

Puede que ese haya sido, por sobre todos los demás, el más íntimo acto de valentía en esta batalla desigual entre el que fui y el que sigo aprendiend­o a ser. ■

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