Clarín

Viaje a la intimidad de Manuel, el brujo que acompañó a la Selección en el partido decisivo

Atiende en un rancho de Gorina. Por ahí pasaron Ricardo Fort, Duhalde y Verón, entre otros famosos.

- -Mariano Verrina mverrina@clarin.com

¡Ochenta y nueve! ¿Está el ochenta y nueve? Ochenta y nueve rojo. Ochenta y nueve a la una… Ochenta y nueve a las dos… ¡Noventa!

-Acá, acá, noventa. Noventa es Irma. Tiene 74 años. Estaba sentada en uno de los bancos de madera del patio. El patio que conduce al salón de espera, que a su vez conduce a la habitación de dos por dos en la que Manuel atiende. A Irma la acompañó su hija. Llegaron juntas a las 6 y 20 de la mañana y recibieron un papelito, de esos triangular­es que se encuentran en cualquier comercio, con el fondo rojo y el número 90.

Camina ayudada por un bastón y así se va abriendo paso en el camino plagado de gente. Cuenta que hace unos meses estaba en su casa de Tolosa y que se cayó en la bañera, que sufrió un fuerte golpe en su pierna derecha, que ya le colocaron unos clavos para tratar de apaciguar el dolor, pero que el tratamient­o médico no le convence ni le retribuye avances.

Irma avanza hasta el cuarto de Manuel. Pasa no más de dos minutos allí dentro. Con la puerta cerrada. En la sala aguardan con la mirada perdida y el físico cansado cientos de números que esperan su turno. Al salir, Irma introduce algo en la urna de madera que está ubicada justo en la entrada de la habitación. Irma se va. Y vuelve al centro del salón un hombre grandote para pegar el grito: ¡91!

La escenograf­ía podría estar plantada por un director de cine. Sería así. Igual. Pero acá no hay ficción. O por lo menos todos los que están acá eligen creer. Es en Gorina, en las afueras de La Plata, a un costado de la 138, calle en la que irrumpen caserones enormes y barrios privados. Hasta que una diagonal con piso de tierra abre camino. Un hombre va rotando los discos de masa y prepara tortillas para venderles a las visitas. “¿Buscan a Manuel? Es al fondo”.

El límite lo marca una mole enorme: una fábrica textil abandonada que fue ocupada por familias del barrio. No hacen falta carteles para saber en qué lugar doblar. La peregrinac­ión va marcando el rumbo. Camionetas último modelo y autos destartala­dos, mujeres que llegan con nenes a upa, pibes merodeando en bicicleta, gallinas que picotean en un rincón y un par de asistentes que tratan de organizar la cuestión.

Manuel atiende lunes, martes, miércoles y jueves desde hace más de veinte años en el mismo lugar. De 6 a 9 de la mañana alguno de sus súbditos les entrega los números a la gente que ya está esperando en fila.

Yésica, la hija menor, la que según Manuel recibirá su legado porque “es bastante brujita” cuenta que la jornada de trabajo no tiene un horario fijo de cierre: “Atiende a todos. Puede ser hasta las ocho de la noche. O más”.

Hay algunas reglas definidas que todos conocen:

1) Manuel no cobra. No impone tarifa. Pero tiene una alcancía al costado de su habitación para que la gente deposite ahí lo que quiera.

2) Si llega alguien con un bebé tiene prioridad de paso. Lo mismo ocurre con discapacit­ados.

3) Al ingresar a la habitación no deben decirle nada a Manuel. No pregunta. Habla. Toma las manos de quien ingresa, pone las palmas hacia arriba y dice lo suyo. El ritual dura no más que un par de minutos.

4) Está prohibido sacar fotos adentro. Ni siquiera en el salón de espera. Por si quedaban dudas, se exterminan ante el mínimo intento de levan- tar el teléfono celular.

El salón en el que la gente espera en realidad de salón tiene poco. Es un rancho. Un rectángulo que podría definirse como un quincho que no fue usado en los últimos 100 años.

Hay fotos viejas que cuelgan de las paredes, hay un par de ventilador­es de techo que parecen cansados en cada giro, hay cables de electricid­ad que cuelgan de una punta a la otra. Hay un loro. Hay sillas de mimbre en los extremos. Hay imágenes de la Virgen Desatanudo­s, del Gauchito Gil y de Ceferino Namuncurá. Hay gente que va y viene impaciente.

Hasta que irrumpe Manuel. Mide un metro sesenta, camina chueco, tiene el pelo lacio y un flequillo que corre de sus ojos a cada paso. Avanza sonriendo. Se lo ve cómodo.

“¿Quién era el que estaba sacando fotos?”, pregunta Manuel con tono inquisitiv­o. La devolución es una respuesta tímida. Y enseguida llega el contraataq­ue.

"Adentro nada de fotos, papá. Si sacaste, borralas por favor, eh. Afuera no hay problema: sacá las que quieras. Pero adentro no, ¿ta? Porque a la gente no le gusta, ¿ta? A mí si querés sacame. No hay problema. Acá afuera, metele tranquilo”, completa Manuel. Y todos asienten con la cabeza.

Nació en Tucumán hace 57 años. Dice que desde los ocho se dedica a hacer esto. Y cuando trata de poner en palabras su trabajo vuelve a la instancia que mezcla realidad con ficción: “yo ayudo a la gente”, “yo hago mis cosas", “yo hago lo mío”.

Manuel Valdez se mueve como un actor. Un actor que acaba de llegar al clímax de la fama con su mejor actuación. La aparición en Quito en el partido que selló la clasificac­ión de la Selección al Mundial de Rusia multiplicó las visitas que Manuel recibe a diario y lo transformó en un personaje mediático. Hasta ahora se movía por las sombras: ya había “atendido” a Ricardo Fort, a Eduardo Duhalde, a Juan Sebastián Verón ya muchos otros deportista­s, pero siempre esquivando la masividad.

La gente llegaba a él por el boca a boca. Desde Gorina a La Plata, de ahí a Estudiante­s, del Pincha al resto del fútbol y así hasta llegar a cualquier personaje que quisiera recurrir a un último recurso.

Uy, salió con cara de preocupada le dice una señora a otra sobre una tercera que acaba de abandonar la habitación de Manuel.

Y pasa el que sigue. ■

 ?? MAURICIO NIEVAS ?? Casi un santuario. Manuel tiene 57 años. Lo rodean banderas con imágenes del Gauchito Gil.
MAURICIO NIEVAS Casi un santuario. Manuel tiene 57 años. Lo rodean banderas con imágenes del Gauchito Gil.

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