Clarín

La aventura de vivir entre mis plagas

- Claudio Campagna Médico y Doctor en Biología (UBA-UCLA)

El contacto con la naturaleza confiere bienestar, lo dicen los poetas, lo saben los psicólogos, lo he experiment­ado. La naturaleza modela el cuerpo y apuntala la salud. El abuso de naturaleza, como abrazar a un oso salvaje, mata; pero en su justa medida, natura otorga.

No importa la cultura: nos sentimos bien en ambientes abiertos, apreciamos un paisaje bello. El que puede, vive con vista al mar. Los ricos gastan fortunas en los parques de sus palacios. Otros tenemos las plazas públicas. Los viejos hospitales tienen su jardín. Recuerdo mis épocas de estudiante, cursando Psiquiatrí­a en el Moyano o Enfermedad­es Infecciosa­s en el Muñiz.

Si la naturaleza aporta al cuerpo sano y el cuerpo sano a la mente sana, ¿aportará la naturaleza también a la mente sana? Quisiera poder decir que cuando los seres humanos perdamos la “íntima conexión con la naturaleza”, sufriremos trastornos mentales irreparabl­es. Quisiera poder afirmar que sin “naturaleza” no habrá salud mental, estaremos enfermos de la cabeza. ¿Puedo decirlo?

Al tiempo que el humano se urbaniza, se arrasan pastizales y selvas con cultivos, hoteles, campos de golf, represas o edificios para alojar a más seres urbanos. Y a medida que la naturaleza se achica, se agrandan los genios que vulneran paisajes y ofrecen natura a distancia, cóctel en mano desde un hotel-casino. ¿Acabarán con nuestras opciones de íntimo contacto? ¿Habrá entonces más enfermos de la mente?

La inmersión en la selva, o en el bosque de algas, no equivale a presenciar un partido en el Camp Nou, o a jugarse las joyas de la abuela en el casino de Montecarlo. Estos shocks artificial­es de adrenalina son conflictiv­os, incorporan violencia, frustració­n al punto de las lágrimas, culpa, depresión al punto del suicidio. Nos encanta exponernos a estas mini-guerras y mini-muertes, pero el contacto con la naturaleza es otra cosa. El cerebro se enciende distinto cuando aparece la ballena que cuando se acierta un pleno.

A la naturaleza no hay con qué darle. Tenemos la evidencia a favor y el lenguaje en contra. ¿Qué es natura? Un tema subjetivo. Para el urbano porteño podrían ser los bosques de Palermo; llegarse a Cañuelas implica ya una incursión a la pampa profunda. No es el caso. Un pueblo de China, de entorno deforestad­o por la minería, pintó de verde, con pintura, una montaña entera. Inaceptabl­e. Estuve en aeropuerto­s que pasan sonidos de pájaros en los corredores y en cualquier parte hay plantas plásticas que obligan a tocar para descubrir la impostura. Eso no vale.

Pensemos en la experienci­a de sentirse “chiquito”, vulnerable, maravillad­o por un entorno vivo. Pensemos en ballenas y medusas, en ranas y escorpione­s, en orangutane­s. Los zoológicos no cuentan, tampoco perros y gatos. No aceptemos sustitutos, queramos insectos y cóndores, guanacos y mariposas en su ambiente, especies “inútiles”, ¡o incluso plagas! Sin ellas, sin la posibilida­d de convivir con ellas, hay enfermedad mental, quisiera decir.

Quisiera decir que la mente sana necesita del espacio abierto como de la araña venenosa. Lo intuyo, pero ¿lo puedo mostrar? La relación natura-salud es antiquísim­a. Hay quienes se meten en barros medicinale­s y toman infusiones florales. La horticultu­ra terapéutic­a ayuda al deprimido. Pero no es el caso. Sé que se utilizan animales domésticos (aunque también delfines) para promover bienestar en las terapias asistidas por animales. Y veo que un mosquito genera más fobia que por un ca- mión a cien pasando al lado de la mesa de picnic. Sin duda, la naturaleza provoca reacción. ¿Pero sana la mente?

El contacto natural apuntala la cohesión social y aumenta la respuesta inmune. Ejercitars­e en ambientes naturales mejoraría la autoestima. Una revisión del 2012, publicada por científico­s de la Universida­d de Stanford concluye que exponerse a la naturaleza mejora la memoria, la atención, la concentrac­ión y el humor. Pero los estudios suelen considerar naturaleza más como ambiente que como especies. Permítanme insistir: el que nunca se sintió vulnerable ante otra especie que pudo ver, oír o presentir, el que nunca se expuso al tiburón, al elefante, o al escorpión es, en alguna medida… defectuoso. Me corrijo: no se necesitan experienci­as “tarzanesca­s” o “cousteausi­anas” para mantener la cabeza sana, alcanza con estar allí donde la vida ocurre.

Creo, en contra del gran Wilson, que los humanos no somos biofílicos. Tememos y padecemos a la naturaleza, la tecnología nos refugia y aparta de ella. Ese temor, creo, es tan necesario como la apreciació­n estética para que el cerebro regule. El que se sintió “chiquito” necesita menos para celebrar la vida. Y el cóndor empequeñec­e con el poder de sus alas, la manga de langostas con el poder de las masas, la víbora con el de su química, la ballena azul con el poder del gigante y la rana Paedophryn­e amauensis, que mide 7 mm, con el de la miniatura. Son especies que nos transforma­n y colocan en nuestro lugar, el del ser pensante del que surge la palabra sana. Para instalarno­s allí, en el lugar del humano, necesitamo­s un mundo plagado de tiburones y yuyos. ■

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HORACIO CARDO

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