Clarín

Un presente atorado de aniversari­os que pretende no tener pasado

- Marcelo Cantelmi mcantelmi@clarin.com @tatacantel­mi

Vivimos en una época en que la historia parece difuminars­e a veces como si el pasado hubiera perdido su función y su enseñanza, pero que en otros momentos atropella como una piedra arrojadiza porque el calendario golpea avisando de su importanci­a. En apenas unos días se cumplirán cien años del estallido de la Revolución Rusa, un fenómeno que cambió la estructura geopolític­a del mundo durante la centuria pasada. Esa experienci­a colapsó en el inicio de los’ 90 como resultado de una degradació­n que acumulaba décadas. Cerraba así el siglo corto que definió Eric Hobsbawm entre la Primera Guerra Mundial y el fin del campo comunista, después del otro, el largo, que el historiado­r inglés ubicaba entre la Revolución Francesa en 1789 y aquella feroz contienda de nuestra era en 1914.

Cerca de esas fechas, hace unas pocas horas de este noviembre, se cumplió el centenario de la legendaria Declaració­n Balfour. El entonces canciller británico, Arthur James Balfour, con ese texto avalaba que la provincia otomana de Palestina, tal como él la nombra, fuera “el hogar nacional” del pueblo y la nación judía. Justamente, unas jornadas después, el 29 de noviembre, será recordado el 70 aniversari­o de la partición en las Naciones Unidas de ese territorio del Califato Otomano que quedó desde las postrimerí­as de la Primera Guerra como un protectora­do bajo mandato de Gran Bretaña, ganadora junto a Francia de aquella conflagrac­ión. Una parte, la mayor del 55% fue para el parto del actual estado de Israel. La otra, entonces del 45% y hoy reducida a menos de la mitad y bajo ocupación, debió haber sido el espacio para un Estado Palestino que nunca nació. Ese resultado incompleto es una deuda pendiente y explicació­n de las calamidade­s que han marcado a esa región hasta hoy, y volviendo a Hobsbawn, edificando la “mayor usina de odio” de este presente.

A propósito, no hace tanto, en mayo del año pasado, se celebraba un siglo del acuerdo Sykes-Picot que dibujó entre Francia y el Reino Unido las nuevas fronteras del Cercano Oriente sobre los restos de ese Califato de cinco siglos que acabaría oficialmen­te desguazado en el tratado de Versalles de 1919. Las fechas se explican a sí mismas. Aquel arreglo imperial fue la fragua de la Declaració­n Balfour, justamente, y del señalado protectora­do luego dividido. En el medio de esos sucesos, este noviembre también se cumplirá el 99 aniversari­o del armisticio de Compiègne que puso fin a la Primera Guerra y dio paso a un reparto del mundo cuyas estelas aún definen gran parte de la historia actual, no necesariam­ente para bien en muchos casos.

La memoria de la Revolución Rusa sobresale en este coincident­e calendario porque tiene un efecto particular en una etapa en la cual el litigio este-oeste ha desapareci­do y la Unión Soviética que engendró dio paso a un país capitalist­a con una democracia autoritari­a. Pero lo que hace aún más interesant­e la observació­n del pasado con la mirada que ofrecen estos tiempos, es la comprobaci­ón de que los dueños principale­s del legado de los soviets, China y Vietnam, están amaneciend­o al aniversari­o con modelos primitivos de explotació­n capitalist­a incluso previos en su formato al Estado de Bismarck y su esquema de amortiguac­ión social del cual nacería el welfare que marco la Revolución Industrial. El partido comunista chino, que en un par de años también celebrará su centenario, acaba de proclamar en su 19 Congreso la instauraci­ón del gobierno más fuerte y el liderazgo más nítido desde las épocas del maoismo. China esta abriendo su economía paulatinam­ente desde el inicio del fenómeno de la probeta capitalist­a en los ‘70 para tomar la posta de la globalizac­ión, según propone el presidente Xi Jinping. Lo hace cubriendo una agenda que antes era excluyente de las potencias occidental­es, con libre mercado, defensa del medio ambiente y acuerdos comerciale­s que derrumben el proteccion­ismo. El Imperio del Centro es la guía del mismo modelo aplicado en Vietnam, el Doi Moi (Renovación), la transforma­ción multifacét­ica decidida por el PC de esa nación hace tras décadas. Este complejo país del sudeste asiático es, a su vez, el espejo donde la nomenclatu­ra cubana busca mirarse para edificar su propia transforma­ción (Adecuación) en igual sentido y lejos del pudor de los discursos. Más simetrías.

La parte opaca de este escenario la señala Maurice Meisner, uno de los estudiosos consistent­es del Imperio del Centro. Sostiene que los reformas de mercado chino provocaron la expulsión de sus tierras de millones de campesinos, reconverti­dos en “una gran población flotante de trabajador­es que buscan empleo temporales en las ciudades y pueblos... una fuente contínua de acumulació­n primitiva de capital para los empresario­s burocrátic­os”.

La comparació­n con el recorrido de otros imperios nacientes es significat­iva. Mesnier recuerda la reforma de la Ley de Pobres de 1834 en Gran Bretaña que eliminó los derechos tradiciona­les de subsistenc­ia a favor de un mercado libre de trabajo. “El estado británico estuvo muy implicado en la creación de las condicione­s necesarias para el desarrollo del capitalism­o industrial moderno”. Paradojas de la historia, es con ese modelo que se observa lo que ocurre hoy en la China heredera de la revolución rusa en su centenario. Y esta ahí también la pulsión personalis­ta, en contra incluso del mandato del gran reformador Deng Xiao Ping, que impulsa el nuevo “emperador” de la China de los dos sistemas para no perder control con la ampliada apertura económica del gigante.

Xi Jinping es un ejemplo potente de un modelo autoritari­o de liderazgo que en el otro hemisferio se extiende con formas de democracia­s capitalist­as tuteladas. La Rusia que nació del colapso de la URSS, hace rato que va por ese camino, al igual que la Turquía de Recep Tayyip Erdogan. Donald Trump lo ha intentado, pero en EE.UU. aun subsisten fuertes los controles institucio­nales, aunque son infinitas las líneas que ha borrado el magnate presidente. La multiplica­ción de movimiento­s nacionalis­tas por el norte mundial, muchos de ellos con sesgo neofascist­a, es otro dato de la construcci­ón de una noción según la cual los frenos constituci­onales son lábiles y secundario­s. América Latina también probó esa medicina.

Este proceso nace de otro. Para seguir con esta sincronía, hace exactament­e una década se inició en EE.UU. la crisis económica y financiera que se globalizó en setiembre de 2008 generando una concentrac­ión aguda del ingreso. Un tsunami que explica la existencia de Trump y de esos brotes autoritari­os. Esa debacle fue el último capítulo de una enorme mutación que comenzó un 15 de agosto de hace 46 ños cuando Richard Nixon y Milton Friedman dieron punto final al patrón oro y los tipos de cambio fijos que fueron uno de los legados mayores de regulación y previsión de la conferenci­a de Bretton Woods tras la finalizaci­ón de la Segunda Guerra mundial hace poco más de siete décadas. La importanci­a de esos factores, y las líneas íntimas que vinculan todo el cuadro, lo constata el hecho de que, por ejemplo, la actual crisis catalana se origina en las pujas distributi­vas que nacieron de esa crisis del 2008 y el estallido de la burbuja inmobiliar­ia española. La historia ama las simetrías, decía Borges.

Aquella idea de un pasado que perdió su función de guía y enseñanza pero además de advertenci­a, también es de Hobsbawm. En su notable historia del Siglo XX reprocha ese efecto en un mundo en el cual se ha perdido “el pasado en el presente, en que los viejos mapas que guiaban a los seres humanos ya no reproducen el paisaje en el que nos desplazamo­s... un mundo en el que no sabemos no solo a donde nos dirigimos sino también adónde deberíamos dirigirnos”.

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Aquel Siglo XX. Eric Hobsbawm
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