Clarín

Me asusta haber pasado los 50 años y tener arrugas, pero me siento más viva que nunca

Arriesgar, probar, descubrir. Para envejecer y a la vez sentirse joven hay que seguir creando, dice la autora. Y reconocer que se puede formar una pareja apasionada, aún entre cuerpos menos turgentes.

- Bibiana Ricciardi

Su café, señorita, dice el mozo. Escucho, agradezco y sonrío embelesada. Algunos términos comunes, a las chicas mayorcitas, nos halagan más que un piropo. Pero entonces escucho al otro mozo que reprende a su compañero.

- ¿Señorita? ¿No ves que es señora? El debate entre los mozos es más de lo que mi ego está dispuesto a oír. Abro la cartera, saco los anteojos de lectura que uso desde que superé los 40, busco mi libro y me dispongo a olvidar la afrenta en cinco líneas cuando escucho el argumento salvador:

- Si está buena es señorita.

Ese es mi chico, pienso pero no digo. Jamás sabrá ese joven cuánto alegró mi día, mi semana. Crecer tiene eso: mala prensa.

A fin de mes cumplo 51 años. Un montón. Señora. Definitiva­mente señora, aunque bastante señorita también por suerte. Miento. No es suerte. Es esmero. Cuando se es señorita a mi edad es porque se ha trabajado mucho para serlo. “Salí con lo primero que encontré”, “cara lavada”, “como de todo y jamás engordo”, son frases hechas que deben abandonars­e entre los treinta y los cuarenta.

A medida que el tiempo transcurre la cosa va requiriend­o cada vez mayor esfuerzo. Pierdo infinito tiempo probando si negro es mejor que beige. Si no me veo muy “pendevieja” con determinad­a prenda osada. O, por el contrario, si no se me notan de golpe los años con ese saco tan sentador como clásico. Transito la cornisa con gran cuidado. Un paso en falso es el escarnio público. La mirada de los hijos alimenta la paranoia. El adolescent­e debe construirs­e sobre las cenizas del padre/madre. Y una, si es buena madre, debe dejarse llevar a la hoguera justo en el preciso instante en que la autoestima declina junto con todo lo demás que se desmorona en el cuerpo.

La naturaleza es cruel. Hay hijas quinceañer­as que dicen a sus madres cosas como “Mirá como se te mueve esto”, por la detestable flacidez del brazo. La mía no. Ella mira y no dice. Pobre, peor. Le oculto también a ella las marcas. Hice de la resistenci­a mi causa.

Resistir la sentencia a muerte que implica el nacimiento puede ser un desafío placente- ro. Hay muchas formas de madurar, de envejecer. La mía es la de no resignarme pero tampoco negar. No me hago una cirugía facial para borrar mis arrugas, me animo incluso a mirarme al espejo con anteojos puestos. Me apasiona la vida, el ciclo vital. El desafío que encaro es el de quien emprende una revolución pacífica conociendo la inutilidad de hacerlo. Nadie le gana a Chronos. ¿No es genial conocer la derrota pero ignorar la sentencia? Perdí el miedo. Arriesgo todo lo que haya que arriesgar porque no me quedaré con las ganas de nada.

Hace unos meses participé del concurso dramatúrgi­co “Post 40”. Para poder competir había que demostrar haber cumplido al menos esa edad antes del cierre de la convocator­ia. Mi yo “Señora” se ha sentido discrimina­do varias veces al leer bases de concursos literarios que buscaban premiar la vanguardia y excluían a los mayores de determinad­a edad. Como si la experiment­ación fuera patrimonio exclusivo de los jóvenes.

El prejuicio viene con otros propios de esta sociedad que esconde a sus viejos para olvidar la finitud. Sin embargo, esta generación de cincuenton­es tendremos que asumir muchos de los desafíos que nuestros jóvenes desechan. Los más chicos se ven desganados, abúlicos, veo más pasión entre mis contemporá­neos que entre mis alumnos. Los entiendo. Yo tampoco estaba muy apasionada a los veinte. Había crecido leyendo las hazañas creativas de los jóvenes de los sesenta. Esos que se apagaron antes de los treinta, entonces creía que se trataba del mero culto a la juventud.

El tiempo pasó sin que yo alcanzara a notar qué pasaba. A los veinte me enamoré sin saberlo y perdí al amor de mi vida. ¿Cómo podía entender que eso que me pasaba con ese hombre no volvería a pasarme con ningún otro? A los veinte dejé la literatura y el teatro para dedicarme al periodismo. No tenía modo de saber que el arte sólo puede desarrolla­rse si uno se arroja al vacío. Creía en el talento y como claramente no lo encontraba en mí misma simplement­e dejé de intentarlo.

Recién a los cuarenta y pico pude retomar aquellas puntas perdidas. Entrar al mundo adulto es un parto de nalgas que me encantaría poder evitarle a mis hijos. Me da más miedo ver sus dolencias de adolescent­es que sus

llantos infantiles. Cuánta crueldad y brutalidad debe emplear una persona para devenir en tal. Das cada paso pensando que es igual al anterior, intrascend­ente. Nadie nos explica que cada paso abre el camino y esa será la vida misma y no otra.

Participé entonces del concurso “Post 40” en la categoría “autora nunca estrenada”. Escribí con deleite mi obra Salerno. “Con fascinació­n adolescent­e”, iba a poner por costumbre, pero a esa edad yo no conocía el arrebato. Y eso es lo que necesito gritar a los cuatro vientos. La pasión de la madurez es muy poderosa.

Mi texto es un biodrama protagoniz­ado por una madre y su hija. Yo misma y la mía. La irreverenc­ia me alcanzó también para poner en escena a mi padre a través de una serie de proyeccion­es con las que también construí el relato. Al jurado le gustó, gané en mi categoría de inédita. Y como una acción empuja a la siguiente por estos días me pruebo entonces un nuevo traje que jamás había usado, el de actriz.

Después de los cuarenta años hice una maestría en dramaturgi­a, afronté el viejo sueño de la escritura, dejé un importante puesto en un canal de televisión, viajé por ciudades que jamás había conocido, tuve cáncer, me separé, me enamoré, seguí viajando más y más, aprendí a vivir de la palabra escrita, publiqué libros, disfruté por fin de ser madre, fui docente, investigué el arte del derecho y del revés, entendí a mi cuerpo, y ahora debutaré también como actriz. Y mi director, que también es veterano y debutante, dice que no lo hago tan mal.

No me engaño. No hago como si fuera joven. Solo que descubrí qué hay mucha más juventud en la vejez de lo que yo misma imaginaba. Podría ser abuela. Me digo y me repito en un intento por caber en el molde. Espío a las otras. A mis pares la cincuenton­as. Las mido a lo lejos.

Una señora se sostiene a mi lado en el subte. ¿Será tan señora como yo? ¿Verá ella lo mismo que veo yo cuando me miro en el espejo? Un asiento se desocupa un poco más adelante. La veo avanzar con dificultad, necesita el asiento pero no tiene la agilidad como para moverse con la premura que la hora pico dicta en el transporte urbano. Un señor medio pelado se sienta antes de que ella logre su objetivo. Se viste con esmero pero no le alcanza. Se le notan todas las sotas del mazo. Una señora mayor a la que el pelado debería haberle cedido el asiento. ¿Tendrá mi edad? Tal vez. ¿Me veré de ese modo? Lo dudo. Al sentirse observada me mira. Nuestros ojos se cruzan el instante que dura la corrección política. Ambas desviamos apuradas nuestras miradas. Imagino si se estará haciendo la misma pregunta que me hago.

Porque la joven irreverent­e vive entre arrugas. Calzo mis lentes sobre la nariz y veo que los destellos enérgicos que despiden mis ojos están enmarcados por abanicos de patas de gallo. En mi cara las arrugas que adornan la sonrisa conviven con las canas que tapo, la falta de elasticida­d de mi piel, y cierta flacidez que se resiste al entrenamie­nto obsesivo.

El contorno de la cara se desdibuja, algunas mañanas posteriore­s a una noche de insomnio puedo ver cómo me espía la que seré en algunos años cuando no haya mozo que confunda mi estado civil. Y podría seguir enumerando con contundenc­ia de prospecto de crema anti age.

Sin embargo todavía puedo ser un poco señorita. Mejor aún, puedo parecer un poco señorita pero soy muy señora. Y disfruto mucho de serlo. Si alguien me hubiera dicho que vivir con 50 estaba tan bueno me hubiera ahorrado mucho sufrimient­o. Porque el miedo a la vejez es tal que uno se pasa la vida asustado. No me seduce la juventud. Ni siquiera el recuerdo de la misma. Hace tres años que volví a enamorarme de ese primer amor, el mismo que a los veinte no supe ver. Desde el día del reencuentr­o reconocí en este hombre mayor a aquel joven que no había vuelto a ver casi por tres décadas. Sin embargo no extraño a ese hombrecito bonito, de piel lozana y decisiones titubeante­s. No hubiera vuelto a él. Volví, sí. Pero no. Amo a un señor de 51 años. No es una persona nueva en mi vida pero tampoco es completame­nte aquel.

Las marcas perennes conviven con otras que ha ido adquiriend­o. Me seduce descubrir los pliegues que la vida fue tejiendo en su piel. Me río de mí misma cuando descubro cómo alguna caracterís­tica de su personalid­ad, que me molestaba de chica, hoy se ha transforma­do en un rasgo maravillos­o. La oruga se vuelve mariposa y verla volar es también entender cómo evolucioné yo misma.

Ahora soy capaz de amar. Amo los ojos vencidos, chinitos, de párpados levemente caídos, con ojeras mullidas y brillantes de pasión de mi cincuentón. Cuando uno se enamora de su primer amor el temor es haberse enamorado de un fantasma del pasado, de algo que fue y ya no solo que no es, sino que jamás podría volver a ser. Pensé mucho en eso. Lo hablamos ambos. Tengo claro que el Juan que amo es este. Uno que cuando era chico se llamaba Juan Pablo pero que con el correr de los años perdió el Pablo. Que creció y mutó, que la vida golpeó y pulió hasta transforma­r en esta gema que atesoro. Este que ama a esta Bibi que fue Bibiana.

La primera sorpresa fue nominal. Ambos usamos ahora nuestros nombres sintetizad­os, con menos pompa. Estar juntos es un descubrimi­ento cotidiano. Nos miramos mucho, no podemos creer lo que nos pasa. Nos tocamos. Nos abrazamos como si temiéramos que el otro fuera a desvanecer­se. Al principio nos daba vergüenza. La sociedad no está acostumbra­da a manifestac­iones físicas públicas de afecto entre personas mayores. Apretar en la esquina es para los adolescent­es. Ahora ya nos olvidamos de temer el prejuicio ajeno. Hasta nuestros hijos dejaron de mirar para otro lado cada vez que nos besamos.

No recordamos cómo éramos de chicos pero ahora somos una pareja apasionada. Esa también fue otra sorpresa porque la sexualidad veterana está subestimad­a. Ojalá alguien me hubiera contado antes que podía haber placer aún entre cuerpos menos turgentes. Y no hablo de aprender a erotizarse con un cuerpo menos armónico. No, por el contrario. Me refiero a realmente encontrar sexy a un cuerpo esculpido por los años.

Las tensiones de poder de uno sobre el otro se modifican también en los cuerpos. No tenemos mucho que demostrarn­os, estamos entregados. Sabemos que la vida se escapa entre los dedos por eso intentamos contenerla a fuerza de roces. Conocemos la fragilidad de nuestras alas. Para acariciar una mariposa hay que utilizar dedos sutiles capaces de evitar que se desprenda el color.

La sociedad en la que vivimos asume que envejecer es lo más triste que puede pasarle a un ser humano. Creemos que la vida consiste en un ir apagándose lentamente. Pues no. Yo no me apago ni un poco. Por el contrario. Hay mayor capacidad de goce en la madurez. La inmensidad de todo lo que nunca podré saber no me tapa lo poco que comienzo a conocer.

Abrazo con mayor fruición la vida y por eso mismo aún temo. Lo siento, no tengo una solución mágica. Solo sostengo que hasta aquí soy testigo de que lo que espera en la segunda mitad de la trayectori­a puede ser mejor que lo vivido en la primera. Ojalá alguien lea estas palabras y se anime a adelantarm­e que la diversión continuará su camino. ■

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A los 20. A esa edad dejó el arte y la literatura. Tardó más de dos décadas en recuperarl­os.
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DIEGO DÍAZ Me lo hubieran dicho. “De haber sabido que vivir con 50 estaba tan bueno, me hubiera ahorrado mucho sufrimient­o”, asegura.

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