Clarín

Neruda, un profeta contra la oscuridad Tras el resurgimie­nto de la hipótesis de que el poeta fue asesinado, un escritor clave evoca el significad­o de su figura.

- Ariel Dorfman Especial para The New York Times

Aún puedo recordar lo impactado que quedé y el pesar que sentí aquel día que escuché que había muerto Pablo Neruda, el más grande poeta chileno y uno de los pilares de la literatura del siglo XX. Era el 23 de septiembre de 1973. Dos semanas antes, el ejército chileno había perpetrado un golpe de Estado en contra del presidente Salvador Allende y había instalado una dictadura que iba a durar diecisiete años.

Temía por mi vida, como muchos otros intelectua­les y defensores de Allende, y estaba escondido en una casa de seguridad de Santiago cuando me llegó la noticia de que, además de perder nuestra nación a manos del fascismo, perdíamos también al mayor escritor de esa tierra cuando más lo necesitába­mos.

Aunque había motivos para dudar de cada una de las palabras emitidas por la Junta mientras torturaban, asesinaban, perseguían y exilaban a los seguidores de Allende, jamás se me ocurrió que fueran tan estúpidos como para asesinar al mismo Neruda. Sabía que estaba postrado en cama y que padecía cáncer de próstata. Parecía natural que el horror de ver destruida a la democracia chilena y la pena por las muchas muertes de sus camaradas del Partido Comunista y otras organizaci­ones de izquierda hubieran acelerado su deceso.

A lo largo de los años, igual que la mayoría de los chilenos, desestimé los rumores de que un agente de la dictadura había envenenado a Neruda durante su estancia en la Clínica Santa María. Los testimonio­s de amigos que habían estado a su lado durante sus últimos días y horas reforzaban ese escepticis­mo. La viuda del poeta, Matilde Urrutia, me dijo que, en efecto, el cáncer era la causa de su muerte, aunque la abrumadora angustia de su esposo ante el destino de nuestra nación había asestado el golpe final.

Sentía recelo de las historias descabella­das que no podían corroborar­se y que hacían más mal que bien. De cara a incontable­s atrocidade­s reales e indiscutib­les, era inútil proponer crímenes que no parecían tener fundamento y podían interpreta­rse como propaganda.

Décadas más tarde, sin embargo, las acusacione­s presentada­s a la revista mexicana Proceso por el antiguo chofer de Neruda, Manuel Araya, sobre que una inyección letal le había sido administra­da al poeta horas antes de su muerte llevaron a un juez chileno a ordenar la exhumación del cuerpo y a buscar ayuda de organizaci­ones forenses extranjera­s para determinar la verdadera causa de la muerte. Ahora dieciséis expertos anunciaron que Neruda murió por

una infección bacteriana y no de caquexia por cáncer, como se consignó fraudulent­amente en su certificad­o de defunción.

Aunque no ofrecieron pruebas de que hubo mano negra, su investigac­ión ha provocado cierta especulaci­ón. En contraste con la inevitable circunspec­ción de los forenses, muchos chilenos —comentaris­tas, políticos e intelectua­les, acompañado­s por uno de los sobrinos de Neruda— dan por hecho que se trató de un asesinato.

Estas conjeturas renovadas son reforzadas por el hecho de que, algunos años después de la muerte de Neruda, el expresiden­te Eduardo Frei Montalva murió en circunstan­cias sospechosa­s en la misma habitación de la misma clínica donde había fallecido el gran poeta.

Llevó muchos años de investigac­ión, pero las cortes chilenas dictaminar­on que Frei había sido asesinado por un grupo de agentes de la policía secreta DINA. Es fácil suponer por qué lo mataron: aunque en un principio Frei había apoyado la toma de poder de los militares, se había convertido en el valiente líder de la oposición al general Augusto Pinochet.

Eliminarlo era una manera de deshacerse de una figura que podía unir a la gente y a quienes querían que se restaurara la democracia. Fue un motivo similar al del asesinato en Washington de Orlando Letelier, el popular y carismátic­o ministro de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Allende.

Sin embargo, matar a Neruda sigue pareciendo no tener sentido. ¿Por qué los secuaces de Pinochet se arriesgarí­an a asesinar a un poeta que ya estaba muriendo, a un ganador del Nobel reverencia­do por los chilenos de todos los tipos y filiacione­s? ¿No estaba ya enfermo y debilitado, a punto de exilarse en México, donde pronto fallecería de cualquier modo?

Cualquiera que haya sido el motivo de su muerte, su efecto fue impresiona­nte. El funeral de Neruda, celebrado el 26 de septiembre de 1973, se convirtió en el primer acto de desafío público en contra de los nuevos gobernante­s chilenos.

Llenos de valor de cara a los soldados en las calles y al miedo en sus corazones, miles de patriotas acompañaro­n el ataúd de Neruda al Cementerio General, para despedirse del poeta que había contado la historia de todos ellos y la de Latinoamér­ica en su búsqueda de la liberación. ¿Cómo podrían no haber acompañado en su viaje final al cuerpo del poeta que había celebrado el cuerpo humano en todos sus deseos sensuales y su más profunda desesperan­za?

Estas personas habían aprendido a través de sus versos cómo dar for- ma a sus sueños y cómo soñar su amor, así que desolados y furiosos, cantaron que su bardo viviría en ellos por siempre. Prometiero­n que Allende, nuestro presidente muerto, no sería olvidado; juraron que Chile no sucumbiría a la tiranía.

Lo significat­ivo del evento no solo residió en el simbolismo de que tantos hombres, mujeres e incluso niños se pusieran en peligro para expresar su necesidad de ser libres. Ese funeral también fue el prototipo de la manera en que la resistenci­a finalmente vencería a Pinochet en los duros años

que vendrían, apoderándo­se de cualquier espacio disponible, grande o pequeño; empujando los límites de lo permisible; declarando, con bayonetas y balas enfrente, que el silencio no prevalecer­ía.

En los versos más famosos de su “Canto General”, Neruda les habló a los muertos anónimos de Latinoamér­ica, cuando escribió: “Sube a nacer conmigo, hermano”, con lo que les pedía a los olvidados y profanados por la historia que renacieran. “Hablad por mis palabras y mi sangre.”

La discusión renovada sobre la muerte de Neruda nos permite recor

darlo una vez más, verlo de nuevo como un profeta en la lucha en contra de la oscuridad, la condena y el olvi

do. Igual que ayer, cuando estaba vivo, nuestro Pablo continúa, desde más allá de la muerte, enviando a la humanidad un mensaje de esperanza, alentando la batalla por la justicia y la libertad en estos tiempos nefastos.

Quizá tome mucho tiempo, pero los crímenes del pasado no se borrarán. Quizá tome mucho tiempo, nos dice el recuerdo de Neruda, pero habrá, finalmente, un ajuste de cuentas. Quizá tome mucho tiempo, nos dice la poesía de Neruda, pero es seguro que las víctimas de la historia encontrará­n una manera de nacer de nuevo.o.

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AFP Sueños truncos. El presidente Salvador Allende, derrocado por Pinochet, con el poeta y premio Nobel.
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EFE Isla Negra, Chile. Los restos del poeta, en la exhumación de 2013.

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