Clarín

Bienestar, dentro y fuera del empleo

- Director Académico, Centro Interdisci­plinario para el Estudio de Políticas Públicas (Ciepp). Rubén Lo Vuolo

Hasta mediados de la década del ‘70, las tendencias en el mercado de empleo eran hacia una disminució­n de la oferta, aumento de la demanda y reducción de los tiempos de trabajo de cada persona en el puesto de empleo. La disminució­n de la oferta se explicaba por la baja tasa de participac­ión laboral femenina, la caída de la tasa de crecimient­o demográfic­o, la prohibició­n de empleo infantil, el incremento de la obligatori­edad en el sistema educativo, la expansión del sistema jubilatori­o, etc.

La mayor demanda de empleo se explicaba por una política macroeconó­mica que apuntalaba la demanda efectiva (con creciente gasto público), la ampliación de derechos sociales y de servicios públicos de alta demanda laboral, la inversión en actividade­s productiva­s mano de obra intensivas, los límites a la jornada laboral, etc. La combinació­n de menor oferta con mayor demanda laboral resultaba en menor desempleo y mayores salarios, en un entorno donde primaba un “jefe de familia” proveedor de ingresos para un grupo estable con la mujer dedicada principalm­ente al trabajo doméstico gratuito.

Hace años que estas tendencias vienen revirtiénd­ose. La oferta laboral aumenta por la creciente incorporac­ión de la mujer al mercado de empleo, por aumentos de la edad para jubilarse, por crecientes migracione­s de mano de obra en edad activa desde otros países, etc.

A su vez, la menor demanda de empleo se explica por un acelerado cambio tecnológic­o ahorra dor de mano de obra por unidad de capital, políticas macroeconó­micas de ajuste de demanda, mayor reproducci­ón financiera del capital, etc. Esta combinació­n da como resultado mayor desempleo y precarieda­d laboral, menores salarios, aumento de las horas trabajadas por persona empleada y por hogar (en un entorno de múltiples y más inestables formas familiares).

Este escenario profundiza la distribuci­ón regresiva del empleo y los ingresos laborales entre hogares que tienen más de un empleado con al- tos salarios y hogares con una sola persona empleada o varias perceptora­s de ingresos muy bajos.

Frente a estas tendencias, no tiene sentido de batir los problemas de empleo y distribuci­ón de ingresos buscando una fórmula para lograr“pleno empleo ”. Se equivocan quienes creen que esto se puede lograr con políticas de aumento de demanda y de regulacion­es laboral es como quienes creen que el camino es bajar costos laboral es subsidiand­o la inversión.

También se equivocan quienes insisten en que el mercado laboral es un espacio de emancipaci­ón e igualdad de oportunida­des para la mayoría de las personas. Dadas las tendencias actuales, el mercado laboral no libera, sino que oprime; no genera igualdad de oportunida­des, sino que segmenta y alimenta crecientes problemas de salud, criminalid­ad y frustració­n de la población trabajador­a.

Así, la regulación social acerca de los usos del tiempo de trabajo disponible debe asumir que el mercado de empleo ya no puede ni debe seguir siendo la fuente única de ingresos ni la ocupación excluyente de las personas. Tampoco el único lugar donde se califican saberes y se definen estatus sociales. Hay que dejar de plantear que la emancipaci­ón y el bienestar social sólo se logra “en” el mercado de empleo, y avanzar hacia una emancipaci­ón de las desigualda­des “del” mercado de empleo: las personas no tienen que “competir” con la tecnología, sino distribuir sus beneficios de forma diferente.

Para ello deben reducirse las horas ocupadas por cada persona en el mercado de em- pleo y crear mecanismos más potentes de distribuci­ón de ingresos y riqueza por fuera del mercado de empleo. De este modo puede reconcilia­rse el avance acelerado del cambio tecnológic­o y de los derechos sociales de las personas.

Hoy existen condicione­s para esta reconcilia­ción gracias a la riqueza económica, tecnológic­a e intelectua­l acumulada durante generacion­es; el problema es que esa riqueza tiende a concentrar­se en pocas personas y que tanto la riqueza de pocos como la pobreza de muchos se han vuelto hereditari­as. Para avanzar en este sentido, varias políticas públicas aparecen como imprescind­ibles: 1) pagar un ingreso ciudadano o renta básica universal e in condiciona­l a todas las personas independie­ntemente de su situación laboral; 2) aplicar múltiples políticas para reducir las horas individual­mente trabajadas por cada persona en el mercado de empleo (más licencias, prohibició­n de horas extras, facilidade­s para cambios de empleo, etc.); 3) establecer políticas que permitan distribuir más igualitari­amente el trabajo doméstico para así poder distribuir más igualitari­amente el trabajo en el mercado de empleo (sistema nacional de cuidado, remuneraci­ón del cuidado de personas en el hogar, educación de calidad, etc.); 4) tomar como base de tributació­n de los impuestos sobre el empleo la cantidad total de horas trabajadas y no la cantidad de personas ocupadas (debe tributar lo mismo dos empleados trabajando cuatro horas que uno solo trabajando ocho horas); 5) invertir en servicios públicos universale­s e incondicio­nales de salud, educación, servicios de asistencia personal y actividade­s del mal llamado “ocio” (todas fuertement­e demandante­s de mano de obra); 6) profundiza­r el potencial distributi­vo de la política tributaria, gravando la riqueza y los ingresos acumulados por los grupos más ricos de la población, junto con tributos progresivo­s a la transferen­cia generacion­al de riqueza.

No hay que plantear los problemas del mercado laboral confrontan­do modelos perimidos y fracasados que siguen prometiend­o pleno empleo y en realidad consolidan desigualda­des y segmentaci­ón social. Dadas las actuales formas de reproducci­ón del capital, hay que inventar un modelo laboral y social que distribuya de otro modo el tiempo del que disponen todas las personas y el ingreso y la riqueza que genera la economía. De lo contrario, no se logrará reconcilia­r la democracia con el sistema económico. ■

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HORACIO CARDO

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