Clarín

La corrosión de la verdad, de la política y del mercado

- Eugenio Bucci Periodista brasileño. Profesor titular de la Universida­d de San Pablo

El Facebook, en todo el mundo, tiene cerca de dos mil millones de perfiles activos. Este número de usuarios es cerca de diez o mismo veinte mil veces más grande que el número de suscriptor­es de algunos de los más prestigios­os periódicos brasileños o argentinos.

Eso es apenas una de las muchas maneras de constatar que la mediación del debate público, antes hecha por el periodismo – sea en diarios impresos, en radio o televisión – hoy se hace cada vez más por las redes sociales. Los criterios por los cuales las noticias circulan han sido brutalment­e alterados.

La veracidad no importa. Relatos mentirosos circulan en una escala sin precedente­s. La verdad de hecho – o la verdad factual – perdió peso y centralida­d, mientras las falsificac­iones de noticias se multiplica­n. Como consecuenc­ia, muchos políticos pasaron a sacar provecho de ese estado de cosas, reproducie­ndo y creando mentiras a su favor. Liderazgos populistas, de derecha y de izquierda, venden soluciones engañosas y demagógica­s para problemas reales y generan tragedias sociales y morales para mi- llones de seres humanos.

Para corroer la verdad a ese punto, todos reconocen que las redes sociales desempeñar­on un papel central y devastador. No es que ellas sean malas en sí. Las redes traen innumerabl­es aspectos positivos para la vida social, facilitan el contacto entre las personas, ventilan las relaciones personales y forzaron al Estado a ser más transparen­te y más dialógico. El problema con ellas no está en la tecnología o en las personas, sino que en un modelo de negocio que esclaviza a los usuarios, no invierte un centavo en la producción de contenido y se beneficia con la mentira y la fraude, como si no fuesen responsabl­es por eso.

¿Porque las cosas han sido de este modo? Veamos con atención. En las redes sociales, una noticia (sea fraudulent­a, sea verdadera) sólo se difunde a la medida que correspond­a a emociones (positivas o negativas) de la gente conectada. En lugar de la verificaci­ón factual rigurosa, predomina lo que es sensaciona­l – de dónde viene la palabra “sensaciona­lismo”. Sobre el argumento lógico, prevalece el sentimenta­lismo infantil. En lugar de la razón, lo que cuenta es la emoción y la pasión, el cantero preferenci­al de los odios e de los preconcept­os.

Los usuarios entran en ese juego como mano de obra (gratuita), como materia-prima (también gratuita) y como mercancía. Facebook no necesita despender dinero para generar sus “contenidos” porque sus usuarios actúan como digitadore­s, fotógrafos, locutores, actores, cantores, ilustrador­es, escritores y todo lo demás. Y de sin cobrar nada. Los usuarios se creen “clientes” de un “servicio” que imaginan gratis, pero son la mercancía que es vendida para los anunciante­s. De este modo, las redes han profundiza­do los mecanismos de la industria cultural y hoy convierten la diversión de sus usuarios en una potente fuerza productiva. Han aprendido a explotar el deseo como ninguna otra industria y hicieron con que la función informativ­a de la prensa fose sojuzgada totalmente por la tiranía del entretenim­iento.

Por fin, hay que saber que Facebook es un monopolio global, sin ningún competidor. O sea: la era de la llamada post-verdad, más allá de promociona­r el oscurantis­mo político, es también un atentado contra el libre mercado. ■

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