Clarín

Aprender “cómo cambian las cosas los años”

- Alberto Amato alberamato@gmail.com

Uno descubre que entró en la etapa indeclinab­le de la vejez, cuando se escucha a sí mismo hablar de la juventud. El otro día, mientras Mercedes Sosa cantaba desde lo eterno aquel verso de José María Contursi, “Lección que por fin aprendí / cómo cambian las cosas los años”, un amigo dijo que lo que perdemos con la juventud es la inconscien­cia y lo que adquirimos en cambio es el concepto de ju- ventud, lo que ya no tenemos. Dice mi amigo que cuando se es joven, uno no lo sabe. Y es cuando pasan los años cuando tenemos la certeza de haber sido. Yo creo, también, que son los castillos derrumbado­s los que nos dan la certeza de haber sido jóvenes. No se trata de las hazañas de todo tipo que enarbolába­mos a los veinte años. No, es otra cosa. Por ejemplo, cuando jóvenes creíamos que la vida estaba en otro lado, que la enfermedad era más romántica que la salud porque nos sentíamos Baudelaire, que la borrachera era más quijotesca que la sobriedad y la agitación y el desasosieg­o más ricos que la calma; pensábamos que lo deslumbran­te debía ser fugaz porque lo que dura es lo mediocre; que la pasión y lo clandestin­o eras sinónimos de aventura y de incertidum­bre porque el matrimonio era lo aburrido; pensábamos que la creativida­d era hermana o hija, o madre del caos, porque lo vulgar era el trabajo de todos los días, la rutina y la costumbre; sabíamos que el delirio era lucidez y lo racional era cálculo frío. Es el tiempo y su abanico de matices los que ordenan los tantos en el tablero luminoso de la vida.

¿Cuáles de esos castillos siguen en pie? La respuesta nos dice qué tan jóvenes somos aún… en un rincón del corazón, por supuesto.

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