Clarín

Natalia Magnicabal­li “Nunca me olvidé ni me voy a olvidar de donde vine”

Egresada del Instituto del Colón, la argentina es un caso único: bailarina principal en dos compañías de danza estadounid­enses, una en Arizona y otra en Washington, donde bailó ayer y bailará hoy y mañana.

- Paula Lugones plugones@clarin.com

Ella llega con jeans, botitas de gamuza y un camperón que va más allá de las rodillas. Es otoño en Washington y hace frío, con temperatur­as que rondan los 0 grados, y mucho más destemplad­o es el clima en ese magnífico espacio verde con espejo de agua que, en pleno centro de la ciudad, une el Obelisco con el Lincoln Memorial.

Pero no importa: ella se quita con presteza el pantalón y los zapatos y deja al aire sus piernas larguísima­s y musculosas, apenas cubiertas por unas medias rosadas. Debajo de la campera aparece una malla, luego se suma una etérea pollera y al final unas trajinadas zapatillas de punta. Ya está lista para la sesión de fotos en un paisaje hostil de piso de cemento, lejos de los cálidos teatros y el parquet con cámara de aire de los escenarios donde suele volar para luego recibir un mar de aplausos.

Natalia Magnicabal­li ensaya movimiento­s y posiciones muy cerquita del agua para que la cámara disfrute. Una y otra vez. Las manos tienen que estar perfectas, los brazos y piernas en el punto exacto. No importa el frío ni el duro piso de cemento donde tiene que hacer algunas piruetas sin haber precalenta­do. Ella quiere repetir y repetir, que todo salga bien, porque así se forjó desde chiquita: la danza requiere la perfección y, sobre todo, una feroz disciplina.

Natalia es argentina, estudió entre los rigores del Teatro Colón y hoy es la primera bailarina del ballet de Suzanne Farrel, la compañía de baile del Kennedy Center de Washington, y también es la bailarina principal del ballet de Arizona. Es la única que es primera figura en dos compañías estadounid­enses.

Con 35 ballets de George Balanchine como bailarina principal en su repertorio, este jueves, viernes y sábado homenajear­á al coreógrafo ruso con tres funciones especiales en el Kennedy Center, la ópera de la capital de Estados Unidos.

Natalia no puede tener un sello más porteño que el haber nacido en Caminito, en un conventill­o, hace 41 años, justo enfrente de donde hoy funciona la Fundación Proa. “Viví allí con mi familia hasta los 4 años, cuando nos mudamos a Montserrat”, cuenta a Clarín. “Mi papá, Augusto Magnicabal­li, manejaba maquinaria­s en la empresa Molinos Río de la Plata, en el Dique 3, donde trabajó por 35 años”.

Su pasión por la danza comenzó de chiquita, con una maestra que daba clases de ballet, folclore y flamenco en el sótano de la escuela. “No tengo familia de artistas ni nada por el estilo. Fui porque mis ami-

guitas iban”, cuenta.

“Vengo de una familia pobre, con una mamá dedicada a los hijos y un papá que trabajaba muchísimo. Tenía 7 años y a mí me gustaba bailar, pero no lo podían pagar. Entonces mi mamá me llevó a la Escuela Nacional de Danzas, que era gratis. Pero después de un tiempo allí, una maestra le dijo: 'Sácala a Natalia de acá porque tiene mucho talento. Tenés que llevarla al Instituto del Colón'”.

A los 9 años, la edad mínima para ingresar, rindió su primera prueba en el Colón y fue una de los 17 chicos que aprobaron entre más de 200 postulante­s. Natalia hizo la carrera en el Instituto por 8 años. “De ser un juego pasé a practicar 6 horas por día, a obligar a los rulitos de mi cabeza a estar apretados con gel y spray. Fue como entrar al servicio militar. Mi maestra era muy dura. Pasé a que me calificara­n todos los meses, a que me pesaran todos los meses, a participar de competenci­as que yo no conocía. Fue como un shock. A la vez me gustaba, pero el primer año no llegaba a entender por qué tenía que ser tan riguroso. Para mí el baile era algo natural”.

-.¿Es un mito que las bailarinas tienen que sufrir para ser buenas? Sangrar, padecer. ¿Cuál es el momento en el que se disfruta?

-Para mí el disfrute está cuando salís al escenario y bailás para la gente. No te diría que es un alivio, pero es cuando das todo. Es un placer. Es una elevación espiritual que es muy difícil de explicar. Si una sangra es porque tiene ampollas que son una consecuenc­ia de trabajar con el cuerpo. Nosotras trabajamos con los pies. Nuestro instrument­o es nuestro cuerpo y se va recauchuta­ndo. Después las ampollas pasan a ser callos y ya no duelen más, aunque se caen algunas uñas. Es parte del folclore. Cuando uno ama lo que hace, ya no importa.

-¿Cuánto medís?

-1,73 metros. Peso 56 kilos.

-Tenés una altura bastante superior al promedio argentino. ¿Eso fue una desventaja o ventaja como bailarina?

-Tuve la suerte que hasta que me desarrollé, a los 13 años, era muy bajita. Entonces me convocaban para hacer Cupidito de Don Quijote y siempre estaba revolotean­do por el escenario del Colón cuando llamaban a las nenitas del Instituto. También estuve en el programa de Eduardo Bergara Leumann. Podría decirte que a los 10 años ganaba más que mi papá.

-Pero después creciste más allá de tus compañeras.

-A los 13 pegué un estirón y le saqué por lo menos dos cabezas a todo el mundo. La ventaja fue que, siendo tan jovencita, me podían llamar para cosas del cuerpo de baile de las chicas más grandes. Pasé a tener más responsabi­lidades. Eso fue como una fortuna para mí. Después, ya a los 17, cuando fui bailarina solista, era un poco más complejo, porque los bailarines varones argentinos (al menos entonces) no eran muy altos. Julio Bocca me eligió para bailar con él en su compañía, pero yo en punta siempre lo pasé y pasaba a muchos. En el Teatro Colón no había bailarines de mi estatura. Esta fue una de las razones por las que me fui del país. También porque estaba encasillad­a en hacer roles de solista, pero no de la primera bailarina junto a un bailarín.

-Vos ya formabas parte del ballet de Julio Bocca y viajabas por el mundo.

-Sí. Pero decidí que ya había tocado un techo con Julio. Siempre estuve muy agradecida de estar en su compañía y me abrió un montón de puertas, pero necesitaba seguir avanzando y por mi altura ya no tenía partenaire para bailar. Se abrió esta posibilida­d, vine a los Estados Unidos y conocí a Suzanne Farrel, que fue la bailarina musa de George Balanchine, el coreógrafo ruso que básicament­e trajo el ballet a Estados Unidos, creó el New York City Ballet --la compañía más grande del país-- y la maratón de Cascanuece­s que se hace todos los años y es una tradición en este país. Hace ya 18 años que trabajo con Suzanne Farrell y no paré desde entonces. También soy bailarina principal en la compañía de Arizona. Acá los bailarines son más altos, la mayoría de más de 1,80. Tengo el privilegio de ser bailarina principal de dos compañías en Estados Unidos.

-¿La única en el país?

-Sí, y sobre todo hispana, no hay nadie. Es más que un privilegio, es un honor para mí representa­r a dos compañías, una en el este y otra en el oeste.

-¿Cuáles son tus principale­s virtudes como bailarina?

-Disciplina y mucho trabajo. El talento es algo con lo que uno nace. Mi responsabi­lidad todos estos años fue sacar lo mejor de eso. Por eso hablo de la disciplina, porque amo lo que hago y quiero seguir haciendo esto.

-¿Cómo influye Caminito, La Boca, en tu vida hoy?

-Nunca me olvido ni me voy a olvidar de donde vine. Caminito me mantiene los pies en la tierra. Es hermoso lo que hago, estar arriba de un escenario, viajar, todo te da un glamour que es buenísimo, pero me gusta no perder la conciencia de la realidad del país, como de la gente que está alrededor mío. Una tiene la suerte de hacer lo que le gusta. Para mí, Caminito está lleno de colores y me inspira para seguir adelante. ■

 ?? ROBERTO CANDIA ?? Bailar, pese al frío. Natalia y su elegante paso en el centro de la Washington, entre el Obelisco y el Lincoln Memorial. La argentina es una figura de la danza allí.
ROBERTO CANDIA Bailar, pese al frío. Natalia y su elegante paso en el centro de la Washington, entre el Obelisco y el Lincoln Memorial. La argentina es una figura de la danza allí.
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