Clarín

La guerra del glifosato

- Rodolfo Terragno Político y diplomátic­o

El ministro de Agricultur­a alemán votó a favor y una colega, la ministra de Medio Ambiente, salió a atacarlo. El presidente francés, Emmanuel Macron, se indignó con Alemania. La jefa del gobierno alemán, Angela Merkel, reveló que su ministro no la había consultado. El Ministro respondió que, para tomar una decisión de ese tipo, él no necesitaba consultarl­a.

Macron anunció que Francia respetaría el acuerdo sólo por un tiempo, pero el Primer Ministro dijo que se lo respetará hasta el final. Y el ministro de Agricultur­a francés se declara “encantado” con el voto alemán. ¿Qué cosa ha provocado esta crisis internacio­nal y semejantes convulsion­es en los gobiernos de dos potencias? Un herbicida.

Pero no un herbicida cualquiera. La mayor parte de los cultivos, en el mundo entero, crecen al amparo del glifosato. Los agricultor­es dicen que es insuperabl­e y se niegan a abandonarl­o. Sin embargo, se sospecha que envenena el suelo y el agua, esparciend­o cáncer. La sospecha no está confirmada ni descar

tada, pero la sola posibilida­d ha sumido a los gobiernos en vacilacion­es, luchas internas y conflictos, al mismo tiempo, con el agro, la industria y la sociedad.

¿Qué es lo que votó el ministro alemán? Que en los países de la Unión Europea se pueda usar libremente el glifosato durante los próximos cinco años. No es una novedad. Se lo ha usado hasta ahora. Pero la comunidad estaba consideran­do si no había llegado el tiempo de prohibirlo.

Decidirlo requirió dos sesiones. Con el glifosato en el banquillo de los acusados, la primera vez Alemania se abstuvo de defenderlo. En la segunda sostuvo que era inocente. Si hubiera vuelto a abstenerse, hoy el glifosato estaría prohibido en Europa. Pero el asunto no ha terminado. El comité “Stop Cicliphate”, que reúne a 114 organizaci­ones ambientali­stas, ha presentado un petitorio, firmado vía Internet por 1.320.517 europeos, para que el Parlamento Europeo prohíba el glifosato mediante una “legislació­n especial”. La Unión Europea está obligada a considerar toda petición que reúna más de un millón de firmas.

Claro que la discusión se da en todas partes. Los movimiento­s ecologista­s, y no sólo ellos, llevan adelante una campaña mundial contra el glifosato. Sus denuncias sobre la malignidad del herbicida siembran temor en la gente. Y los políticos no quieren que se los vea a favor de la muerte. En Estados Unidos, las autoridade­s de California, incluyeron al glifosato en una lista de productos cancerígen­os.

Si lo es o no, es algo sobre lo que los científico­s no se ponen de acuerdo:

1) La Agencia de Protección Ambiental de los Estados Unidos (EPA) y la Agencia Europea de Sustancias y Mezclas Químicas (ECHA), sostienen que el glifosato no es cancerígen­o.

2) La Agencia Internacio­nal para la Investigac­ión del Cáncer (IARC), dependient­e de la Organizaci­ón Mundial de la Salud, tiene al glifosato en su lista 2ª, donde pone los elementos “probableme­nte carcinógen­os para humanos”. Pero en la misma lista está la carne vacuna, lo cual no contribuye a medir el grado de peligrosid­ad del herbicida. No se sabe a quiénes creerle.

Hay científico­s que responden a intereses económicos, principalm­ente de Monsanto, el gigante norteameri­cano que descubrió el glifosato y armó un exitoso “combo” con plantas genéticame­nte modificada­s.

Todo herbicida mata --unos con más eficiencia que otros-la “hierba mala”, dejándoles a las plantacion­es todo el terreno a su disposició­n. Pero algún daño les hacen. Con sus plantas genéticame­nte modificada­s, Monsanto eximió a las plantacion­es de cualquier daño, modificánd­olas para que el glifosato no les hiciera nada. Muchos afirman que ese monstruo multinacio­nal, que luce la bandera norteameri­cana y en diez años facturó 132.718 millones de dólares, usó su poder para comprar científico­s.Ahora sospechan de Alemania, porque Monsanto es parte de la alemana Bayer, que pagó 66.000 millones de dólares para absorber a la norteameri­cana y crear un emporio mundial de biotecnolo­gía.

Claro que los científico­s exhibidos por los eco- logistas también son sospechado­s. En este caso, por razones políticas.

En el ecologismo hay, junto con puros defensores del medio ambiente y la salud, sectores anticapita­listas , interesado­s en atacar un producto para atacar a su fabricante. Es más fácil movilizar a la gente contra el cáncer que movilizarl­a contra la plusvalía.

Sin embargo, también hay sectores progresist­as que discuten con el ecologismo extremo: ése que no sólo lucha contra el glifosato sino contra todo que no sea orgánico. Quienes discrepan con tal radicalism­o dicen que la agricultur­a orgánica es un privilegio de las burguesías urbanas, que a base de teorías no probadas denuestan la química y la biotecnolo­gía, sin la cual un tercio de la población mundial se moriría de hambre. En efecto, los fertilizan­tes, los herbicidas, los plaguicida­s, los conservant­es y la manipulaci­ón genética multiplica­n los panes. Pero el riesgo de cáncer (verdadero o falso) sigue en pie.

En la Argentina, el glifosato y la soja genéticame­nte ayudaron a salir de la crisis de 2002: a ellos se debe buen parte de la productivi­dad que permitió multiplica­r la exportació­n de soy y traer una cantidad imprevista de dólares. Pero el conflicto entre salud y economía perdura. El mes pasado, en Rosario, el Concejo Municipal hizo algo similar a lo de Alemania en la Unión Europea: un día prohibió el glifosato y dos semanas después levantó la prohibició­n, en respuesta a los reclamos del campo. Quizás una reunión de Premios Nobel, insospecha­dos de parcialida­d, y sobre la base de investigac­iones irreprocha­bles, podría poner claridad en la polémica. No la resolvería del todo. Los prejuicios todo lo superan. Pero al menos, se reduciría la incertidum­bre y el margen para las manipulaci­ones, económicas o políticas. Pero si el glifosato produce cáncer, no se puede pagar por el desarrollo con la salud de la población. Habría que encontrar otra fuente de ingresos. ■

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HORACIO CARDO

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