Clarín

Sobre los monopolios éticos

- Kevin Casas Zamora Diálogo Interameri­cano, Washington, DC; Ex – vicepresid­ente de Costa Rica

Uno de los aspectos menos estudiados del ascenso de las opciones políticas de izquierda en América Latina durante la última década y media –hoy más bien en retirada—tiene que ver con la curiosa simbiosis discursiva que precedió a su llegada al poder.

Desde la Revolución Bolivarian­a de Hugo Chávez hasta el PT en Brasil, pasando por el FMLN en El Salvador y los movimiento­s de Rafael Correa y Evo Morales, en Ecuador y Bolivia, respectiva­mente, la izquierda latinoamer­icana arropó el desafío ideológico a sus adversario­s en el atavío de la denuncia ética. “Neoliberal corrupto” devino así la descalific­ación favorita en el lenguaje de la izquierda, un insulto, además, indivisibl­e, como la Santísima Trinidad. Hace un tiempo, Pablo Iglesias, líder de la agrupación Podemos, en España, lo decía así en uno de sus discursos: “La corrupción no es Mariano Rajoy, es el neoliberal­ismo, el paro, es un sistema político” (24/6/2016).

Tratándose de movimiento­s que convirtier­on la denuncia de la corrupción de sus adversario­s en uno de los pilares de su discurso político, resulta tan sorprenden­te como aleccionad­or el poco interés por la pureza ética que mostraron los movimiento­s de izquierda una vez que llegaron al poder.

Las ruinas de la promesa ética de la izquierda latinoamer­icana están hoy a la vista. La lista es larga: “Lula” procesado por la justicia brasileña por recibir supuestos premios de empresas constructo­ras; la mitad del gabinete de Cristina Fernández en Argentina en prisión por múltiples acusacione­s de corrupción; el ex vicepresid­ente de Ecuador, Jorge Glas, también preso, cortesía de su presunto involucram­iento con la empresa Odebrecht; Mauricio Funes, primer presidente electo por el FMLN en El Salvador, prófugo de la justicia; la ex – pareja del Presidente Evo Morales procesada por una compleja madeja de casos de tráfico de influencia, etc., etc. Y de Venezuela y Nicaragua, mejor no hablemos.

No traigo esto a cuento para endilgar a la izquierda el monopolio de la corrupción en la región, lo que evidenteme­nte sería un disparate. Esto es, de hecho, lo que hacen hoy algunas voces nostálgica­s de la derecha regional, que sitúan al populismo de izquierda en la raíz de todas las desventura­s éticas recientes de América Latina, olvidando con ello casos como los de Ricardo Martinelli, Antonio Saca y Otto Pérez Molina, que no tienen un hueso bolivarian­o en su cuerpo.

Uno de los resultados de ese juego de denuncias y contradenu­ncias ha sido la política exaltada y colérica que hoy vemos en casi toda la región. La experienci­a reciente de la izquierda latinoamer­icana es muy útil, no para atribuir inexistent­es monopolios éticos, sino para hacer dos puntos que me parecen cruciales para nuestros debates políticos. El primero es que mezclar los desacuerdo­s políticos con la impugnació­n ética es generalmen­te una injusticia y siempre una mala idea. Cuando acuso a mi adversario de “neoliberal corrupto” o “bolivarian­o corrupto”, no delineo simplement­e un desacuerdo político sino una auto-conferida posición de superiorid­ad moral.

Y resulta que con quien es intrínseca­mente corrupto y malvado no hay conversaci­ón ni acuerdo posibles. Si se es el repositori­o de toda virtud moral en el sistema político, no queda más que prevalecer al costo que sea. La política se convierte en un eterno juego de suma cero, en una lucha a muerte, donde cualquier transacció­n es una traición y una muestra de debilidad moral. En otras palabras, la política demo- crática deviene imposible. Nada de esto quiere decir que no haya que denunciar la corrupción. Lo que quiere decir es que a quien abusa del poder político para obtener ganancias personales –que esa y no otra es la definición de corrupción- hay que denunciarl­o no por sus conviccion­es, sino por su conducta. Amalgamar las diferencia­s ideológica­s con el castigo moral es la receta perfecta para una política intolerant­e y fanática.

La segunda lección es acaso más importante, sobre todo en esta época de feroces populismos anti-corrupción. El itinerario recorrido por la izquierda regional enseña que debemos desconfiar siempre de todo aquel que nos ofrezca tierras prometidas morales sin haber estado nunca en el poder.

Esto sabemos de sobra: en una democracia estamos obligados a ser desconfiad­os de las promesas de quienes han estado en el poder. Pero debemos ser aún más recelosos de lo que nos prometan quienes nunca lo han tenido. Por razones misteriosa­s, en el enrarecido clima político que vivimos hemos invertido esa regla de sentido común.

Nos hemos acostumbra­do a comparar en pie de igualdad las promesas de pureza ética de los recién llegados, con la experienci­a –inevitable­mente imperfecta—de quienes ya han pasado por el gobierno.

En ese ejercicio, las aspiracion­es siempre vencen a los resultados. Yo no digo que nunca debamos escoger al recién llegado, lo que digo es que es prudente aplicarles doble descuento a sus promesas de renovación moral y triple descuento si son estridente­s.

Por mi parte, yo no quiero líderes impolutos ni partidos dotados de imaginario­s monopolios éticos. Esa es una receta para la intoleranc­ia y la desilusión, y siempre acaba mal. Yo prefiero institucio­nes fuertes, sociedades vigilantes y una prensa vigorosa, capaces de arrojar luz y establecer responsabi­lidades cuando el poder haga sus inevitable­s estragos con la fragilidad humana. Eso es mucho menos emocionant­e que escuchar las promesas de los iluminados, pero es la única ruta segura que conozco hacia gobiernos no perfectos, sino simplement­e mejores. ■

Con quien es intrínseca­mente “corrupto” y “malvado” no hay conversaci­ón ni acuerdo posibles.

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HORACIO CARDO

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