Clarín

Los aromas de la libertad luego de una internació­n

- Sandra Commisso scommisso@clarin.com

Cuatro días en la cama de una clínica es una experienci­a que templa el espíritu. Más aún sin experienci­a previa y si lo único que te rodea son aparatos que te miden, te auscultan, te pinchan, te drenan.Y una tele como símbolo de la pantalla vacía y escapista. Es un descanso de prepo, austero, de visitas acotadísim­as y la sensación de no controlar nada. Ni horarios, ni comidas (se acaba el disfrute, uno solamente se alimenta). Cuando uno tiene todas las horas para repartir entre el sueño y la nada, corrobora que el tiempo es curvo, que el sol tiene matices increíbles y que cada momento del día guarda sonidos que funcionan mejor que un reloj.

Cuando el mundo se reduce a un par de metros cuadrados donde gobierna una cama que se pliega, las personas adquieren otra dimensión. Un médico es un oráculo del cual depende un organismo y el cuerpo propio se vuelve ajeno. Está el doctor estricto con la ciencia. Está el que se amiga y contiene temores. Están las enfermeras cómplices, como madres cuidando a niños grandes, los que empatizan y los que prefieren no encariñars­e con esos cuerpos ajenos trajinados, estropeado­s y asustados. En esa experienci­a uno abandona pudores, adquiere habilidade­s inauditas (enchufarse electrodos de tres colores) y ejercita la paciencia mientras el mundo sigue sucediendo afuera. Ese ritmo desenfrena­do que nos empujó adentro, nos llama de vuelta. Retumban los “cuidate”, “bajá un cambio”. Pero el que no lo digiere, se lo fuma; el que no lo arrastra, se lo lleva puesto. Hasta que, los más afortunado­s, volvemos a la rueda de la fortuna con un alivio parecido a la libertad.

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