El fracaso de una campaña difamatoria y los enemigos de la sociedad abierta
En octubre, el gobierno húngaro envió cuestionarios a los cuatro millones de hogares del país, para pedir la opinión de la gente sobre siete oraciones en las que describía mi presunto plan para inundar Europa, y en particular Hungría, con migrantes y refugiados musulmanes; siete afirmaciones hechas por el gobierno, respecto de lo que denomina “plan Soros”. Yo refuté todas y cada una, sobre la base de mis declaraciones públicas, o de la falta de declaraciones públicas que las respalden.
Ahora, el gobierno publicó los supuestos resultados de la “consulta nacional” respecto del plan que me atribuye, y asegura que la convocatoria fue un éxito sin precedentes. Dejo al pueblo húngaro decidir si la cifra de 2.301.463 participantes (de una población de 9,8 millones) fue inflada, y hasta qué punto. En vez de eso, quiero concentrarme en la sustancia de la campaña.
La consulta nacional y la publicación de los resultados son sólo un elemento más en una masiva campaña de propaganda en curso, financiada por los contribuyentes húngaros, en beneficio de un gobierno profundamente corrupto que busca desviar la atención de su incapacidad para satisfacer las legítimas aspiraciones de los húngaros, particularmente en materia de educación y salud. La campaña empezó a mitad de año, cuando el gobierno empapeló los espacios públicos con afiches en los que aparezco con una gran sonrisa, junto a las palabras “no dejes que Soros se ría último”. Otros afiches me retrataban como un titiritero manejando a políticos opositores. Como muchos han señalado, toda la campaña desprende un inconfundible tufillo antisemita.
El gobierno quiere hacer creer que soy un enemigo del pueblo húngaro. Nada más lejos de la verdad. Abrí mi primera fundación de beneficencia en Hungría, en 1984, cuando el país todavía estaba bajo dominio soviético. Desde entonces, la fundación proveyó más de 400 millones de dólares para ayudar al país donde nací. En los ‘90, cuando el ciudadano húngaro de a pie luchaba con la transición del comunismo a una economía de mercado, la fundación financió la entrega gratuita de leche para las escuelas primarias de Budapest y proveyó los primeros aparatos de diagnóstico por ultrasonido a hospitales húngaros. Más de 3200 húngaros han recibido becas de estudio de la fundación. Muchos de ellos se graduaron en la Universidad Centroeuropea (CEU), que fundé en Budapest a principios de los 90, y que hoy está entre las cien mejores universidades del mundo en ciencias sociales, un logro destacable para una institución académica tan nueva.
Otro elemento de la campaña de propaganda fue atribuirle a la expresión “socie- dad abierta” un significado distinto al que le doy, y que me veo obligado a aclarar. Cuando digo “sociedad abierta”, no me refiero a abrir las fronteras a la migración masiva para que destruya la presunta identidad cristiana de Hungría, como me adjudica el gobierno. Una sociedad abierta es aquella que se basa en la idea de que nadie es dueño de la verdad absoluta, y de que para convivir en paz debemos respetar a las minorías y a las opiniones minoritarias. Es, sobre todo, una sociedad basada en el pensamiento crítico y en un vigoroso debate abierto sobre las políticas públicas.
Recuerdo lo sucedido en la Segunda Guerra Mundial, cuando otro grupo de personas fue elegido como chivo expiatorio de los problemas de Europa. Las heridas del pasado dejaron profundas cicatrices que todavía no han curado, y que ahora algunos están reabriendo. Pero me complace informar que la campaña ha sido un rotundo fracaso. Aunque el gobierno húngaro movilizó todos sus recursos, la opinión pública no mordió el anzuelo. Sumamente alentado por esta respuesta, me comprometo a dedicar los años restantes de mi vida a abogar por la libertad de pensamiento y expresión, la libertad académica y la protección de las minorías y de las opiniones minoritarias, no sólo en mi Hungría natal, sino en todo el mundo. ■
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