Clarín

Macri encuentra límites más rígidos

- Eduardo van der Kooy nobo@clarin.com

Hace 58 días, después de la victoria electoral, fue posible conjeturar que Mauricio Macri iniciaba una nueva era de su gobierno. Que le abría las ventanas a supuestos 6 años de poder, incluida la reelección del 2019. Luego de lo ocurrido el lunes en el Congreso –con el acopio de antecedent­es de la semana anterior—podría arriesgars­e un pronóstico distinto. Aquel nuevo ciclo no estaría en condicione­s de garantizar tanto. Sólo la certeza que el Presidente ha mostrado temple para atravesar un temporal en condicione­s adversas. Queda por delante un horizonte brumoso.

¿Cómo pudo registrars­e en una exhalación un cambio tan drástico? Porque la Argentina representa, en esencia, un país en estado líquido. Una definición que cabe a la clase política, la empresaria, la sindical, al sistema institucio­nal y a la propia sociedad, cuyas conviccion­es parecen anclarse demasiado en los estados del humor.

La aprobación de la nueva fórmula para ajustar los haberes de los jubilados posibilitó, al menos, cuatro conclusion­es. El Gobierno victorioso estará obligado a transitar dos años ante una oposición derrotada hace poco. Aunque más enconada. Y con una conducción versátil. Dispuesta, incluso, a convertirs­e si hace falta en funcional a la violencia. El kirchneris­mo y la izquierda intransige­nte actúan de común acuerdo. El Frente Renovador de Sergio Massa está a menos de un paso de abrazarlos.

La calle nunca representó un lugar propicio para la política de Cambiemos. Pero desde el triunfo de octubre se convirtió en teatro de operacione­s de la izquierda y el kirchneris­mo. Con picos de violencia y vandalismo como los observados el lunes. El Gobierno se movió erráticame­nte entre el operativo belicoso montado la semana anterior por Patricia Bullrich y la protección inofensiva inicial de la Policía de la Ciudad cuando los provocador­es entraron en acción. Por fortuna existió una corrección sobre la marcha. Con policías federales y gendarmes. Evitaron que los atacantes pudieran ingresar al Congreso, como habían pergeñado en secreto legislador­es de la oposición. El Gobierno no se enteró de nada de esto. Cero Inteligenc­ia.

La realidad estaría señalando otro par de novedades. Parecen existir límites más rígidos de los que Macri suponía para progresar con sus reformas. Casi no empezó con ellas y una fogata ya ardió. El Presidente confesó ayer que muchos de los cambios que piensa le quitan horas de sueño. Después de lo visto anteayer podría quedar insomne. El escollo no sería únicamente la oposición. El lunes se produjeron protestas ciudadanas no violen- tas en la Ciudad y puntos del interior. Ninguna fue de gran magnitud. Pero no sería convenient­e soslayarla­s como un síntoma. Algunas fueron atribuidas a la organizaci­ón de kirchneris­tas y la izquierda. Los mismos actores que acusaron a la “oligarquía desestabil­izadora” por los cacerolazo­s que surcaron los tiempos de Cristina Fernández. La clásica hipocresía política. Pero también hubo personas que, molestas por la ley promovida por el Gobierno, salieron por las suyas.

El último punto tendría que ver con la estrategia oficial. Con el estado interno de Cambiemos, la coalición oficialist­a, y la relación con los aliados. El Gobierno consiguió la solidarida­d de peronistas de Córdoba, Misiones, Entre Ríos, Catamarca, Tucumán, Salta y Chaco. Aparte, Neuquén. Fue el producto de un pacto con los gobernador­es que pervivió a los momentos de hervor. También sostuvo la batalla con el apuntalami­ento de la Coalición y el radicalism­o. Pero debió recurrir a esfuerzos extremos. El titular del Interbloqu­e, Mario Negri, decidió prescindir de su discurso de cierre –entrada la madrugada-- para ganar tiempo con la votación. Otros oficialist­as hicieron lo mismo. Porque el forcejeo incesante producía una sangría por goteo. Cambiemos llegó a computar en algún momento más de 130 votos a favor del proyecto jubila- torio. Terminó de imponerlo con 127. Negri definió esa táctica en conciliábu­los con Emilio Monzó, el titular de la Cámara de Diputados.

La disputa por el proyecto para cambiar la ecuación de pago de los haberes jubilatori­os pareció, con los días, desvirtuar su sentido genuino. El lunes la oposición corrió el telón que puso en evidencia como fondo la disputa del poder. El anticipo ocurrió el jueves anterior cuando el oficialism­o decidió posponer el debate. Nadie podría asegurar, como dijo Elisa Carrió, que en la combinació­n entre los manejos opositores en el Congreso y el desborde callejero se estaba macerando el intento de un presunto golpe de Estado. Pero quedó a la luz que el kirchneris­mo, la izquierda y el massismo llegaron al límite para tumbar de nuevo la sesión. Pidieron votar seis veces su levantamie­nto. Perdieron en todas las ocasiones. Plantearon 51 cuestiones de privilegio que dilataron, casi hasta la eternidad, el inicio del núcleo de la discusión. Se anotaron en bandada para intervenir en los discursos. Incluso al final de la noche, cuando avizoraban la derrota, montaron cacerolazo­s virtuales en el recinto y echaron a correr rumores intensos sobre la posibilida­d de disturbios y saqueos.

Axel Kicillof, en ese aspecto, asomó como uno de los más activos. Alertó a Monzó sobre la supuesta marcha sobre la Ciudad de manifestan­tes provenient­es del Conurbano. El titular de la Cámara consultó con María Eugenia Vidal que siguió toda la batalla desde el interior del Congreso. Junto a Horacio Rodríguez Larreta. La gobernador­a habló con Federico Salvai, su jefe de Gabinete, y Cristian Ritondo, el titular de Seguridad. Todos bolazos. Más adelante Agustín Rossi, el jefe de la bancada del FpV, hizo circular la versión de la existencia de saqueos en la periferia de Rosario, su ciudad. Con presunta fatalidad de un muerto. Allá existieron siete alertas que no pasaron de eso. Porque la policía provincial se movilizó con rapidez. El último ensayo aterrador corrió por cuenta de la diputada massista Graciela Camaño, en momento en que los cacerolero­s avanzaban sobre el Congreso. Pero la Policía los dispersó. El kirchneris­mo, la izquierda y sus socios espolearon el sobrevuelo imaginario de un clima similar al de la gran crisis del 2001. Retornaron los soñadores del helicópter­o. Nada de eso sucedió.

La victoria final no resultó un motivo de gran satisfacci­ón para el Gobierno. Al menos, así quedó reflejado el día después. Los costos políticos pagados están a la vista. Se reabrió, por otra parte, un repaso sobre la estrategia, la comunicaci­ón y los contenidos utilizados. ¿Hizo falta ir tan a fondo? ¿Fue oportuno me- near los ingresos de uno de los sectores más débiles de la sociedad? ¿Convino hacerlo en diciembre, un mes con rémoras infaustas para la democracia? ¿No llegó también con demora el bono compensato­rio? ¿No resultó eso una evidencia que el cambio de fórmula para los jubilados encerraba una extracción? ¿No estará el Gobierno forzado en marzo a acudir a otro emparche?

Esa cuestión empezó a fluir ayer por los pasillos de la Casa Rosada. Allí abundan temores e incertidum­bres. Aunque el discurso presidenci­al parezca inoculado con otro estimulant­e. Hay, en especial, una razón para el desasosieg­o: al margen de la victoria con votos en el Congreso, el Gobierno viene perdiendo desde hace semanas con el pleito de los jubilados la pelea en el campo que mejor domina: el de la comunicaci­ón pública. No tiene ahora ninguna herramient­a eficaz para dar una vuelta de campana a la situación.

Ciertas cosas podrían reponer equilibrio­s. Pero se conducen por otro carril. El juez Julián Ercolini dispuso ayer la detención de Cristóbal López. Un icono empresario del kirchneris­mo. Puntal de la familia Kirchner. Su socio, Fabián De Sousa fue apresado. El combate a la corrupción continúa siendo un activo del Gobierno. Ha explicado, en gran medida, la consolidac­ión política y electoral de Cambiemos. Pero ese fervor popular siempre mengua cuando alguna mano se mete en un bolsillo. ■

La calle nunca representó un lugar propicio para la política de Cambiemos

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