Clarín

“El Príncipe” que se convirtió en símbolo de la corrupción

Marcelo Odebrecht dirigió con habilidad el gigante de la construcci­ón, y armó una aceitada red de sobornos.

- AFP Y CLARÍN

Después de dos años y medio de cárcel, Marcelo Odebrecht conserva una mirada penetrante que le da un aire de arrogancia y desdén. El hábil empresario, de opulenta cuna que conocía todas las debilidade­s del poder, ahora es un personaje que todos repelen. De la mano del escándalo del Lava Jato se convirtió en figura de la corrupción, el artífice de esa necrosis que recorre todos los estamentos de la política brasileña, y de varios países de Latinoamér­ica.

Los mismos que antes buscaban sus favores, hoy lo evitan. El rechazo también se extendió a su familia, donde la división es notoria. El patriarca de la empresa, Emilio Odebrecht, fue apenas dos veces a visitar a su hijo a la cárcel. Su hermana y su madre tomaron cautelosa distancia.

En estos días difíciles su familia se redujo a su esposa, Isabela, y a las tres hijas: Rafa, Gabi y Mari.

Hace dos meses “El Príncipe” cumplió 49 años. Delgado, de aspecto discreto, siempre mantuvo un perfil bajo pese a dirigir la gigantesca empresa levantada por su abuelo, Norberto Odebrecht, inmigrante alemán. Con tentáculos en 26 países, la firma provee energía y agua, construye rutas, aeropuerto­s y estadios, y hasta fabrica submarinos.

Creada en 1944 en el estado de Bahia como una constructo­ra civil, Odebrecht SA es actualment­e un conglomera­do de capital familiar que se forjó al calor de la obra pública. Su último balance, de 2015, mostraba una facturació­n de 39.111 millones de dólares y un plantel de 128.426 empleados.

Marcelo, ingeniero civil por la Universida­d Federal da Bahia, se unió muy joven a la compañía familiar (en 1992). En 2005, con menos de 40 años, fue nombrado CEO. Desde allí la hizo crecer aún más, aunque con manejos oscuros. Bajo su mando las actividade­s de corrupción se multiplica­ron y expandiero­n a un nivel sorprenden­te. El viento de cola de la gestión de Lula da Silva, y luego de Dilma, le dieron un empuje notable a la firma. Odebrecht se convirtió en la barita mágica que hacía realidad obras faraónicas: estadios de fútbol, autopistas, aeropuerto­s. Todo era posible.

Por debajo, Marcelo tejía una sustentabl­e red de sobornos sin importar la tendencia de los polí- ticos. Los investigad­ores del caso Lava Jato descubrier­on que la madeja de vínculos ilegales le aseguraban a Odebrecht millonario­s contratos sobrefactu­rados en Petrobras y otras empresas estatales.

Los políticos también recibían coimas -a título personal o disfrazado­s de donaciones electorale­s- a cambio de leyes y regulacion­es favorables a la compañía. Semejante movimiento de dinero por debajo de la mesa era meticulosa­mente registrado y gestionado por un departamen­to dentro de la empresa, dedicado exclusivam­ente a esa tarea. Marcelo replicó este esquema en México, Ecuador, Venezuela y Perú, entre otros.

Pese a su habilidad y contactos, no pudo eludir la implacable investigac­ión del juez Sergio Moro, que lo encarceló el 19 de junio de 2015, acusado de corrupción en la causa Lava Jato. Bajo presión, y una abrumadora cantidad de pruebas, no tuvo más remedio que acogerse a la figura de “delación premiada” que le ofrecían.

Su confesión fue determinan­te en la causa. Describió cada uno de los vericuetos que había diseñado para quedarse con millonaria­s obras públicas, y apuntó uno a uno los nombres de los involucrad­os.

La delación le permitió reducir notablemen­te su condena -de 31 años de cárcel a sólo 10- y pasar la mayor parte de ella en prisión domiciliar­ia. Pero la empresa familiar quedó absolutame­nte desprestig­iada, y su figura estigmatiz­ada. El Príncipe, que había llegado a ser el empresario más influyente de Brasil, se pasea ahora en su fastuosa mansión, con una tobillera electrónic­a en el tobillo, y el deshonor a cuestas. ■

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