Clarín

La mejor decisión: darle las llaves del club a un ídolo y líder por naturaleza

Diego Milito, el Gardel moderno. Tiene dos títulos con Racing, sentido de pertenenci­a y una calle con su nombre.

- Daniel Avellaneda davellaned­a@clarin.com

Racing es gigante por los hermanos Ohaco, Marcovecch­io, Perinetti, Ochoíta, Hospital, Canavery, Seminario, aquellos pioneros que cimentaron las bases de la Academia en la década del 10, la que gestó el único heptacampe­ón del fútbol nacional. Por Stábile, Sued, Rubén Bravo, el Atómico Boyé, Simes y las firmas siguen en el tricampeón del 49, 50 y 51. Por Pizzuti, claro. El jugador y el técnico. El que lo condujo a la gloria continenta­l y mundial. Por Basile, también de uno y otro lado de la línea de cal. Por el Chango Cárdenas, autor del gol más gritado en sus 114 años de historia. Por Rubén Paz, emblema de la Supercopa ‘88. Por Mostaza Merlo. Es imposible, entonces, despegarse de ese glorioso pasado para entender la dimensión de esa figura que ahora, en el convulsion­ado diciembre, eclipsa a todos esos referentes que decoran el interior del Hall de la Fama, debajo de la mejor platea del Cilindro. Diego Milito es el último gran ídolo. El Gardel moderno.

Nació en el medio de ese paréntesis negro de 35 años sin títulos locales, el de la depresión deportiva e institucio­nal, y fue campeón dos veces en celeste y blanco, un hecho inédito para un futbolista de estos tiempos en Mozart y Corbatta. Y de 2001 a 2014, su evolución fue tan importante que hasta ganó una Champions con el sello de sus goles. Volvió vigente de Europa. Y ganó el campeonato de la mano de Diego Cocca. Potenció con su talento a la Academia. Hasta que se retiró entre lágrimas, el 21 de mayo de 2016. Eso sí, se fue de cuerpo presente, pero no de alma.

Milito no sólo tiene dos estrellas en Racing. También, una calle. Para la nueva generación de hinchas, herederos de la pasión de padres que vivieron los desgraciad­os tiempos de la quiebra, es el ejemplo a seguir. Para los que pei- nan canas, un símbolo de respeto. Para sus ex compañeros, el jefe de un vestuario en el que no había un pero. Todos se encolumnab­an detrás suyo. Y para los dirigentes, el “22” es un paraguas protector. A fin de cuentas, es la mejor decisión que podían haber tomado después de ser confirmado­s en el cargo, tras las elecciones. Le dieron las llaves del club a un líder por naturaleza, preparado para el desafío del secretario técnico con experienci­a europea. Doce años jugó en las grandes ligas (Genoa, Zaragoza e Inter). Se codeó con la elite. Y nunca se vio salpicado en un escándalo. Milito es un tipo confiable.

Y por encima de cualquier aspecto, ama a Racing. Antes de que lo convocaran para ser mánager, Diego ya había pensado en construir un estadio de múltiples usos en el predio Tita Mattiussi. Ahí mismo, donde acompaña a Leandro, su hijo, futbolista de las infantiles. Y quiere tanto a la Academia que aceptó volver al llano. Porque ahora estará expuesto afuera de la cancha. El técnico, los refuerzos, todas esas críticas que recibieron Víctor Blanco y compañía ahora tendrán otro destinatar­io. Tiene espalda el “22”. Y una visión que mezcla sus vivencias del otro lado del Atlántico y la pasión.

Transmitir ese sentimient­o de pertenenci­a será fundamenta­l. Elevar la vara, también. Todos tienen claro que la Academia es muy grande por los 35 títulos que dejaron en sus vitrinas, entre otros, el propio Diego. Como también son consciente­s de que vivió medio siglo de desmanejos. Hoy, el club está sano. Jugará por cuarto año consecutiv­o una copa internacio­nal después de un 2017 que no será completame­nte perdido porque el pasaje a la Libertador­es 2018 es una realidad. Y porque volvió Milito, claro. El ícono que propone ese salto de calidad tan necesario. ■

Su visión mezcla la experienci­a de 12 años en grandes ligas y la pasión por Racing.

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