Clarín

Reivindica­ción nostálgica de la vieja plancha

- Magda Tagtachian magdatagta­chian@clarin.com

De chica odiaba las planchas. Jamás planché una camisa, un vestido, un par de sábanas. No es que alguien lo hiciera por mí. No me molestaba la ropa arrugada. Hace un par de años, con la mutación de las hormonas, muté. Repasadore­s, toallas, faldas, remeras, y toda la lista anterior ahora queda aplastada bajo mi plancha. Planchar me serena y me relaja. Me volví seriamente maniática.

Tengo la tabla abierta en el pasillo y sólo la repliego cuando llegan visitas. Hace poco, durante un viaje, sentí que me faltaba algo. Pedí prestada una plancha. Mis amigas no podían creer cuando me vieron repasar y repasar las camisolas antes de lanzarnos a las difíciles calles de Calcuta. Todavía no sé cómo sucedió este enamoramie­nto repentino.

Pienso mientras plancho. Plancho mientras pienso. Tiene algo de meditación trascenden­tal planchar. Semanas atrás, otra plancha me eclipsó el corazón desde la nave central de un shopping. Diminuta y portátil, de silicona y de teflón, ¡toda rosa! Intenté seguir cami- nando como si nada. Los ojos se me iban. El señor que la vendía, me clavó la mirada. Ella se deslizaba por la solapa de un saco arrugadísi­mo, colgado en una percha. Soltaba libre su vapor. Mientras me repetía que no la iba a comprar me fui acercando.

Embelesada, ya no podía apartarme de esa nube existencia­l. Sólo después de que pagué el vendedor mencionó algunos trucos para que el artefacto funcionara. Había que poner en el agua una cucharadit­a de sal y otras tareas específica­s que ya no recuerdo.

La plancha es preciosa. Quedó en un estante de casa. Jamás la saqué siquiera de la caja.

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