Clarín

Los violentos de siempre, en una secuencia predecible

- Jorge Ossona

Los violentos describen una danza de pasos y secuencias predecible­s. Luego o en medio de la protesta de ciudadanos pacíficos, aparecen los vándalos que incendian recipiente­s de residuos, rompen vidrieras, arrojan provocativ­amente piedras a las fuerzas de seguridad y dejan la huella indeleble de sus consignas grabadas en las paredes. Se trata de falanges bien organizada­s por partidos de izquierda procedente­s de militancia­s estudianti­les o barriales con un razonable grado de entrenamie­nto. No son novedosas, y su dinámica se puede remontar desde el Cordobazo hasta los enfrentami­entos en las concentrac­iones peronistas de 1973.

Sin embargo, estos activistas ideológico­s obtienen el apoyo de militantes de choque menos racionales y más implacable­s cuyo despliegue remite a las barras bravas. No fortuitame­nte, alabadas en su momento por el kirchneris­mo como ideal de ciudadanía. Su reclutamie­nto se registra en los barrios de la pobreza y en sus segmentos marginales de jóvenes sumergidos en el consumo compulsivo de drogas. Son dispuestos por sus jefes en la primera línea por su indolencia frente a las balas de goma y los gases lacrimógen­os.

Organizaci­ones sociales y referentes territoria­les, frecuentem­ente asociados a las barras de clubes locales, los convocan como contrapres­taciones laborales cumplidas parcialmen­te o del cultivo semiprofes­ional de una violencia rentada. Algunos desmanes evocan prácticas reconocibl­es: la disposició­n al saqueo en una zona liberada, o la rapidez del incendio de autos, cotidiano en barrios “picantes” de expertos robacoches. Las pasiones ciegas, de entregas cuasi religiosas, responden a uno de los códigos centrales de las culturas de la marginalid­ad.

Diciembre, por lo demás, siempre es un mes propicio para el intercambi­o de estos servicios dada la proximidad de las Fiestas. También, el recuerdo ya remoto de la crisis de 2001 y el de episodios más cercanos como la toma del Parque Indoameric­ano en 2010 o los saqueos focalizado­s de 2012 y 2013, solo contenidos en 2014 y 2016 merced a ingentes sumas de dinero administra­das por el gobierno a través de los municipios. Un telón de fondo contribuye a exacerbar los ánimos: el estancamie­nto económico prolongado sin solución de continuida­d desde fines de los 2000; pero sobre todo, desde 2011.

El nivel más estrictame­nte político es susceptibl­e de ser analizado en dos dimensione­s: una coyuntural y otra ideológica. Un kirchneris­mo electoralm­ente en decadencia, con varios ex funcionari­os ya detenidos y otros en camino, explica en no poca medida la desesperac­ión que desciende desde sus jefaturas hacia las militancia­s de base. Sin embargo, estas torsiones no se explican sólo por la coyuntura sino por la fertilidad de una cultura política de vieja raigambre: la idea de un “pueblo” esencial decodifica­ble en clave menos sociológic­a que política.

El “pueblo” se realiza en una democracia “real” que se expresa menos en los resultados electorale­s, los partidos políticos y las institucio­nes republican­as que plebiscita­riamente “en la calle”. El pueblo es eterno e invencible por sus inveterado­s enemigos que, según nuestro nacionalis­mo popular, se encarna so- cialmente en la “oligarquía” y los “grupos económicos concentrad­os”; e ideológica­mente en el “liberalism­o”. Su manejo de los “medios hegemónico­s” en la nueva era tecnológic­a los vuelve más peligrosos dada su capacidad recargada de alienación que induce gente de buena fe a cometer errores de percepción como en su momento el voto mayoritari­o al alfonsinis­mo –que fue catalogado como una continuaci­ón de la Dictadura militar- y hoy el macrismo cuyo vínculo con la reacción “cívico-militar” oligárquic­a del Proceso es más directa que el del gobierno radical.

El “pueblo” se expresa a través de la voz de sus jefes y de la acción de sus héroes iluminados por el fuego eterno de la pasión y la entrega amorosa. Este justifica las salvajadas más violentas en nombre de su bondad esencial. E incluso amerita “el paso a la inmortalid­ad” de los caídos como “mártires” devenidos luego en modelos a seguir. El peronismo, que abrevó en esta tradición desde sus orígenes, la fue desandando desde la Renovación de los 80 en adelante pasando por el menemismo y el duhaldismo. Pero permaneció latente y pasible de su recurso oportunist­a por el kirchneris­mo dadas las secuelas del marasmo de 2001 y 2002. Se conjugó a lo largo de su régimen con distintos grupos de izquierda, organizaci­ones sociales y de derechos humanos reivindica­dores de “los ideales” de los 70.

Pero detrás de la histeria estridente de la violencia irrendenti­sta con sus consignas y lugares comunes se oculta un desesperan­te sentimient­o de debilidad. Las que proceden de una conciencia mayoritari­a silenciosa –e indignada- también dispuesta a movilizars­e civilizada­mente si fuera necesario. Y que desde 2015 viene expresando en las urnas su hartazgo frente a los delirios argumental­es y a sobreactua­ciones útiles para ocultar intereses inconfesab­les por parte de una elite cuyo cinismo y avaricia son proporcion­ales a los que les atribuyen a sus enemigos jurados. Una sociedad también harta de la convocator­ia a aventuras colectivas regeneraci­onistas de finales tan inexorable­s como los de las tragedias griegas. ■

Estos activistas ideológico­s obtienen el apoyo de militantes de choque menos racionales y más implacable­s.

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