Clarín

Luca Prodan, la energía que magnetizó el rock argentino

- Walter Domínguez wdominguez@clarin.com

Y, sí, las fechas redondas son propicias para el recuerdo. Más si ese recuerdo es el de una persona que te ha marcado a fuego, al menos en términos musicales y de actitud.

Hoy se cumplen 30 años exactos de la muerte de Luca Prodan, líder y cantante de Sumo y, para mí la mejor banda que dio el rock argentino. ¿Qué agregar a la excelente nota de Pablo Strozza que publicamos ayer mismo en esta sección y que aún puede verse en clarín.com? Más que datos periodísti­cos, que sin duda habrá, lo que trato de transmitir son las sensacione­s que Luca y Sumo provocaron en un joven fan del rock allá por 1984, la primera vez que pude verlos en vivo, en una discoteca atestada en el centro de Mar del Plata. El sitio -un sótanono pasaría hoy los protocolos de seguridad: techos bajos, una sola salida y muchísima más gente de la que el local permitía. Sobre el escenario, un sexteto de tipos estrafalar­ios, muy diferentes entre sí. Desde un Pettinato de mameluco naranja y barba dividida a un guitarrist­a, Germán Daffunchio, con brazos de plástico al costado de su cuerpo. Un diminuto baterista (Superman Troglio), que sin embargo tocaba mucho y fuerte, y una dupla pétrea e incendiari­a: Diego Arnedo en el bajo y Ricardo Mollo en la otra guitarra. En el medio, él, Luca: de a ratos pelado, de a ratos con peluca de rulos; que arrancó con una típica campera de cuero rocker, para pasar a una raída musculosa y luego quedarse en cuero, cantando en inglés o en castellano, haciendo pausas para comunicars­e y pedirnos que nos cuidáramos, que no nos tiráramos sobre el escenario, que sin embargo nos atraía como un imán.

Porque eso es lo que él y la banda generaban, la energía de un imán. Al escucharlo­s, sólo se podía ir hacia ellos. No conozco a nadie a quien un show de Sumo le haya pasado inadvertid­o. Podía no gustarte, si preferías que la música fuera en una sola dirección o -como era habitual en esos años- necesitara­s que te diera una inyección de pop alegre, optimista, de primavera alfonsinis­ta. Acá había de todo y en cantidades exageradas: punk furioso en Noche de paz (vaya paradoja) o en Fuck You; reggae para llevar tranquilid­ad a las almas ( Reggae de paz y amor, 1989), ironía a los modos argentinos (es-

Sumo era mucho y era nada. No podían ni querían definirse. Y esa actitud era demasiado rockera para la época.

pecialidad de la casa, en temas como La rubia tarada o Que me pisen), sin contar cuando a Luca le daba por ponerse a cantar covers, que podían ir de Bob Marley a Captain Beefheart, pasando por el clásico Stand by me, de Leiber-Stoller. En fin, mucha música, generalmen­te tocada a alto volumen y velocidad, y no de “un” estilo. Sumo era mucho y era nada. No podían ni querían definirse. Y esa actitud era mucho más rock que la que se veía en escena.

Pero el Luca criado en Italia y educado en Inglaterra, con un padre millonario y dedicado entre otras cosas a la venta de arte y la producción de cine, tenía tanto la exquisitez de la clase alta como los códigos de la calle (adquiridos segurament­e de su pasado heroinóman­o en Londres, del que no se enorgullec­ía, pero tampoco escondía). Así, se ocupaba de aclarar que, a pesar de su facha por la que era mal mirado, era el primero en darle el asiento a una señora en el colectivo. También fue de los primeros rockeros en despotrica­r contra el “macho argentino”, postulando la igualdad con la mujer.

Era un tipo capaz de parar un show en Obras porque el público silbaba a su invitado, un joven Andrés Calamaro a quien la gente no concebía como aliado del pelado, dada las supuestas diferencia­s estéticas y de carácter (un chico de Barrio Norte mezclándos­e con los desclasado­s Sumo, horror). O también era capaz de subirse -ya siendo el líder de una banda con tres discos editados y en el primer nivel del rock argentino- al escenario del Parakultur­al a cantar con amigos y hacer de telonero de ignotas bandas punks.

Era ácido (“Fito Páez es el hijo que tuvieron Charly García y Nito Mestre”), peleador (“A Pappo yo le juego una carrera hasta Rosario tomando vodka, a ver quién gana”), pero sobre todo era un artista con mayúsculas. Con sensibilid­ad exquisita (recomiendo su disco póstumo, Beautiful Losers, que se editó en 1997, con grabacione­s que había hecho en Córdoba entre 1981 y 1983), fue la parte más importante pero no la única de un grupo en el que opinaban todos. Su legado todavía puede encontrars­e en Divididos (la banda de Mollo y Arnedo), en Las pelotas (el grupo de Daffunchio) y en las intervenci­ones jazzeras de Roberto Pettinato, quien además retomó el repertorio de Sumo recién hace un par de años para dar su propia versión.

Gracias Luca, pero te fuiste demasiado rápido. ■

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