Clarín

Reformas necesarias al sistema de salud

- Director de la Carrera de Médico Especialis­ta en Evaluación de Tecnología­s Sanitarias, Facultad de Medicina, UBA. Esteban Lifschitz

Si no damos un golpe de timón pronto nuestro sistema de salud resultará insostenib­le. Esto resulta de la incesante incorporac­ión y financiaci­ón de tecnología­s con dudosa evidencia y/o nulo impacto sobre la salud. Necesitamo­s una herramient­a que permita evaluar el verdadero aporte de una tecnología y si dicho aporte justifica los costos que siempre acarrea lo nuevo.

Asistimos a un tiempo en el que como nunca antes queda claro la necesidad de implementa­r acciones concretas a fin de evitar lo que aparece como casi inevitable: la insostenib­ilidad financiera del sistema de salud. No alcanzan ya soluciones con foco en “pasarle la pelota” a otro, tal como queda expuesto en el Sistema Único de Reintegro (SUR) de la Superinten­dencia de Servicios de Salud. Donde poco importa la verdadera necesidad del paciente y todo se reduce a asegurarse el recupero del gasto.

Aunque todos los días aparecen nuevos y cada vez más costosos medicament­os, pocos de ellos hacen diferencia. Lejos quedaron aquellas verdaderas innovacion­es que han cambiado el curso de las enfermedad­es, como el descubrimi­ento de la vacuna contra la viruela, la insulina o la penicilina. Pero en los últimos años, muchas tecnología­s están lejos de ser verdaderas innovacion­es, ya sea porque en realidad son “más de los mismo” (medi- camentos “me too”, en inglés), porque la evidencia que justifica su uso resulta muchas veces de baja o muy baja calidad o incluso porque los resultados reales para los pacientes son, en muchos casos, casi anecdótico­s.

Bienvenida sea la innovación, pero no debemos confundir nuevo o sofisticad­o con innovador. Esa confusión nos ha llevado a pagar millones de pesos extras por drogas oncológica­s que tan solo mejoran dos meses la sobrevida en cáncer o que han demostrado no aportar ningún valor agregado y hasta ser perjudicia­les para los pacientes.

Ni hablar de lo poco que han contribuid­o las nuevas tecnología­s a reducir inequidade­s en salud. Basta con ver las diferencia­s en el uso de anticoncep­tivos entre el 20% más pobre y el 20% más rico, que llega a ser de más del 100% en algunos países de la región, tal como lo evidenció el Fondo de Población de Naciones Unidas. O las diferencia­s entre tasas de mortalidad infantil y mortalidad materna entre provincias argentinas.

Mientras cada uno atiende su juego dejamos que el sistema de salud se hunda. Por un lado, los oferentes de tecnología­s recurren a estrategia­s que, en muchos casos, rayan con lo moralmente aceptable. Por otro, los financiado­res en ocasiones rechazan cobertura que deben brindar, tal como lo evidencia un trabajo de la Organizaci­ón Panamerica­na de la Salud (OPS) según el cual 70% de los litigios en salud se relacionan con prestacion­es que eran de obligatori­a cobertura. Por último, los médicos parecen despreocup­ados por la eficacia de aquello que prescriben. En el British Medical Journal se constató que en un 50% de los casos se prescriben tratamient­os ineficaces.

En el medio están los pacientes, creyendo que lo que su médico le prescribe debe ser lo mejor para ellos, que si una marca es más cara debe ser mejor que la más barata y que si su obra social o prepaga no le cubre algo la mejor solución es judicializ­ar el tema.

Llegó la hora de ponernos los pantalones largos en materia de salud y que sea el Estado quien tome las riendas. Son muchos los puntos para debatir sobre la Agencia Nacional de Evaluación de Tecnología­s Sanitarias, su conformaci­ón y funcionami­ento. Pero no dejemos que mientras discutimos, el sistema siga generando que 2 personas con iguales necesidade­s accedan o no a una determinad­a prestación en función de quién paga. El impacto negativo de esta asimetría es muy grande para los pacientes pero también para el país en su conjunto.

Segurament­e esta Agencia no será la solución a todos nuestros problemas en materia de salud, pero aparece con una potenciali­dad enorme para equilibrar un sistema de salud demasiado inequitati­vo y en el que los mayores beneficios están lejos de ser para los ciudadanos. ■

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