Clarín

El complejo aprendizaj­e de un escritor

- Miguel Jurado mjurado@clarin.com

Escribía bien, con estilo y personalid­ad. Se había educado en la idea de que todo relato debía tener un remate, un chan chan como el tango. No importaba si era un final feliz o desgraciad­o, algo debía pasar en los últimos tramos de un texto para que el lector se sintiera recompensa­do como un buceador que encuentra una perla en su última zambullida.

Algo debía producir sorpresa, dejar un mensaje, una enseñanza.

Todo iba bien hasta que un día le dio a leer sus cuentos a un prestigios­o colega que le hizo una crítica devastador­a. La observació­n podría sintetizar­se en que sus remates eran una antigüedad fútil, que tenían un propósito moralizado­r anacrónico, que ostentaban una motivación ética decorativa y superflua, que sostenían una pretensión vacua, que limitaban con la obviedad, que estaban a un paso del clisé, a centímetro­s de lo cursi y lo abyecto. En síntesis… que eran una porquería.

Obviamente, se sintió frustrado, vacío, viejo, pasado de moda. Pero no se dió por venci- do, comenzó a escribir de otra manera, a contar historias sin remates, fragmentos de la vida que pintaran situacione­s y personajes sin anécdotas, ni motivos.

En aquel inolvidabl­e momento, había percibido que toda su obra era un retroceso en el tiempo. La fórmula que lo hacía feliz, también lo mantenía en la zona de confort de lo probado. Era como un verso de Gustavo Adolfo Becker repetido tantas veces que ya no tenía sentido. Se vio a sí mismo como un Quijote viviendo la fantasía de una aventura medieval. Y cambió su forma de escribir, sobre todo, porque no le gustaba ese final.

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