“Confieso que reparé en los ancianos cuando comencé a ser una de ellas”
Cuando la madurez fue cediendo lugar a la vejez, tuve temor. Observé a mis pares como nunca, preguntándome como vivirían el pase del final de la lucha firme y prolongada al nuevo tiempo de la jubilación, del receso permanente. Las señales proliferaban por doquier. Una rápida pasada frente al espejo, una visita al dentista, al oculista o al infaltable kinesiólogo, certificaban el acceso a una etapa tan intrigante como novedosa.
Siento vergüenza de confesar que solo reparé en los ancianos, cuando comencé a ser una de ellos. Navegando el fascinante mundo, agradecí a la vida el hecho de haberme permitido este arribo. Arribo que no es igual para todos, como sucede en las otras etapas, de las que se diferencia por el hecho de ser la última. Miré con otros ojos y descubrí la injusticia.
Mientras mi jubilación resultaba digna, la de muchos, demasiados compatriotas, no lo era. Porque cobraban montos por debajo del índice de pobreza, o porque cobraban excesos obsce- nos. Y todo continúa igual o peor. Y me pregunto, en base a mi experiencia, si tendrían que ser todos ancianos los integrantes del Gobierno para que esta etapa se transite con justicia. Porque está tan cargada de tolerancia, de ternura, de sabiduría y de comprensión que simboliza la auténtica belleza del ser humano, aunque esta vez, sea con muchas arrugas.
Por el futuro escaso que nos queda, deseo fervientemente que se iluminen las mentes de quienes tienen el poder de decisión, y que piensen que si otorgan una jubilación digna para todos y tienen la misma suerte que nosotros, algún día podrán disfrutar de esta belleza única.