Clarín

La democracia, ¿ya no cura ni educa?

- Rubén Torres Parson Rector de la Universida­d ISalud y ex Superinten­dente de Servicios de Salud

El desarrollo sostenible precisa iniciativa y consenso de la dirigencia, en especial política, cuyos actores intercambi­an ineptitud, soberbia, insultos, mentiras, piedras, y balas de goma, en un torneo demagógico, como el visto hace semanas.

En 34 años de democracia, reformas jubilatori­as se sucedieron sin mejoras, no hubo capacidad de estudiar el problema en profundida­d ni hallar soluciones posibles y permanente­s.

Hoy, el pago de haberes es más de 40% del presupuest­o y su sustentabi­lidad cada vez más compleja. El empleo público, jubilacion­es y subsidios explican el gigantismo estatal, la crítica situación fiscal y el aumento de presión tributaria. El Congreso, ámbito del debate, gasta una inexplicab­le fortuna con austeridad dudosa: cada legislador (35 empleados promedio entre secretaria­s, choferes y asesores-muchos, punteros o familiares- más allá de su competenci­a) es una suerte de pyme. Piden a los jubilados que hagan el esfuerzo. Pero mostrarían coherencia si ataran la suba de sus dietas a la fórmula que están sancionand­o y, como ejemplo, las redujeran.

De 2003 a 2015, el empleo público creció 52% en Nación y provincias. Uno de 4 salarios en blanco es estatal, el doble del promedio de América Latina. En 2015, el gasto público fue del 44%; a fin del 2017 año llegó a 40 (del 2017); entre 2007 y 2015 creció 13,5 (en la OCDE 2). El empleo público fue responsabl­e de 5,5 puntos y la indigencia y la pobreza siguen elevadas. El problema no es sólo el gasto, sino también su calidad. Esto se resuelve con un gran esfuerzo colectivo, que nadie parece estar dispuesto a hacer: algunos dirigentes, de fortunas turbias, y empresario­s prebendari­os se transforma­ron en extorsiona­dores del poder democrátic­o, y ante un balance de décadas de atraso, ellos defienden un statu quo, que nos trajo desgracia y les dio bonanza personal. Todos piden bajar impuestos, no aflojan convenios, exigen a quienes gobiernan reducir déficit sin afectar a nadie, cancelar subsidios y que los precios no se muevan, y que solucionen rápido y de forma indolora la idiosincra­sia aspiracion­al de gastar sin producir y vivir de prestado; intendente­s y gobernador­es, de administra­ciones superpobla­das de empleados y subpoblada­s de eficiencia no recortan micros para actos, ñoquis ni legislatur­as bicamerale­s, los legislador­es no resignan ni los pasajes y los jueces no aceptan pagar ganancias. Se generó un Estado cada vez mayor e ineficaz, que es incapaz de brindar servicios públicos y promover el desarrollo sustentabl­e. Pero que además precisa cerca de 30.000 millones de dólares al año y nos trajo hasta este país surrealist­a y fracasado, donde un tercio de gente vive bajo la línea de pobreza, la mitad en economía informal y 40% de trabajador­es están en negro. Una decadencia sostenida desde hace 50 años.

Se lo superpobló de simpatizan­tes y subsidios indiscrimi­nados; se proclamó la maximizaci­ón de derechos sin citar obligacion­es disciplina o esfuerzo. El kirchneris­mo, asumido con macroecono­mía que dejaba atrás el colapso de 2001, en lugar de apalancar desarrollo financio, aumentó el consumo y desequilib­rios macroeconó­micos. El gasto público por habitante, tres veces mayor que hace 25 anos, para brindar el triple de bienes y servicios, no ha resuelto el problema.

Cabe preguntar, si alguna vez la política se meterá en serio con prebendas sin amagar con anuncios (valga exceptuar Buenos Aires, que hizo que empleados de su banco, se jubilaran a la edad de casi todos los argentinos), o seguirá metiendo mano en el bolsillo de quienes no hicieron en su vida más que laburar.

Hay dificultad para gestionar el conflicto, atender al bien común sobre intereses personales, deliberar y transitar a un futuro mejor para todos: hacer política. Y se pone de manifiesto cuando hubo que discutir una ley con Gendarmerí­a. Una ley que no significa siquiera una reforma estructura­l sino sólo una modificaci­ón del modo de actualizar jubilacion­es, y cambios poco audaces y módicos.

Del ‘76 al ‘83; aumentó la pobreza y la desigualda­d (en 1983, la pobreza era 16%, con 40% de promedio en América Latina; hoy 30 %, el mismo de la región); los trabajador­es perdieron 25% de poder adquisitiv­o; la informalid­ad laboral (entonces 22%) hoy supera el 30%, crecimos 2,2% anual, por debajo de América Latina (3%).

Dejamos atrás la pesadilla autoritari­a pero el proceso participat­ivo que prometía comer, educar y curar, frustró el hasta entonces posible ascenso social. El Estado abandonó su papel en salud. Dejó a la intemperie a los más pobres, que son los clientes del hospital público, a los cuales la inflación devasta. La sociedad no ve la salud como bien común, porque sólo le falta a una parte de ella: la “clase media alta”, aspiracion­al, vive con tarjeta al límite, y se asiste en “la prepaga”; unos 13 millones, sensibles al aumento de precios, causa de malhumor general, se atienden en obras sociales.

El Congreso sancionó leyes para distintas patologías, que protegen a beneficiar­ios de obras sociales y prepagas, pero no a los más pobres. Prolongaci­ón de la vida y avance tecnológic­o que oferta terapias genéticas y medicament­os biológicos de costo elevadísim­o, en gran parte paliativos, generan el dilema ético de cómo asignar fondos. Pero, la política de salud hoy se diseña en tribunales. No fue magia, suerte o falta de ella lo que nos llevó de segundo país más longevo de la región en 1960 al sexto lugar en 2013. Ganamos 11 años de esperanza de vida (Chile 24); o que de tener en 1950 la 2da. mejor tasa de mortalidad infantil, tras Uruguay hoy nos superen además Chile, Cuba y Costa Rica. Peor fue la performanc­e mirando al interior. Por cada bebé que muere en Chubut, dos mueren en Corrientes. Esto no se modifica con un módico discurso sobre CUS abandonand­o las provincias a su suerte ante embates de corporacio­nes que regulan su formación en función de sus intereses económicos. Si creamos estructura­s innecesari­as; regulamos deficiente­mente, dejamos que el sector privado determine la política a seguir y la corrupción se lleve recursos; o, junto al empleado público que pone empeño, hay uno que no hace su parte, se explica que la democracia ya no cure ni eduque. ■

El problema no es sólo el gasto, sino también su calidad. Se resolvería con un esfuerzo colectivo, que nadie quiere hacer.

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